Muralismo a la cubana
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Cabeza de Martí hecha con ejemplares de "La edad de oro" por los escultores Alejandro Navarro (México) y Rafael Miranda (Cuba) |
Waldo Saavedra nació en La Habana en 1961, el año en que
el mundo estuvo al borde del holocausto nuclear. Por suerte para la humanidad,
sus pupilas se llenaron desde aquella primera hora con la luz de los límpidos
cielos del Caribe y la exuberancia de los colores del trópico,
y no con la del destello del hongo atómico.
Vivió su niñez y adolescencia en Caibarién, un pueblecito
de pescadores de la costa norte de la isla, en casa de su abuelo y su
abuela. Con él aprendió los secretos de la mar, el valor
de la amistad y el gusto por la parranda. Con ella estableció una
relación de amor con la que no pudo ni la muerte.
Desde muy temprana edad demostró tener grandes cualidades para
la plástica (su primera exposición personal, Pinturas y
dibujos, realizada en Santa Clara, Cuba, data de 1978); sin embargo al
terminar el liceo se empeñó durante unos años en
ser arquitecto, pero finalmente el pintor que llevaba adentro pudo más.
Dejó la carrera e ingresó en el Instituto Superior de Arte
de La Habana, graduándose en 1987.
En los años inmediatos ejerció como profesor en una escuela
de arte, ofició de ilustrador en varias revistas (El Caimán
Barbudo, Cine Cubano, Revolución y Cultura) y en la editora Letras
Cubanas. También diseñó escenografías y vestuarios
para conciertos de rock, puestas en escena de la Nueva Trova Cubana y
tuvo a su cargo la dirección artística de la película
Hello Hemingway.
A finales de los ochenta se enamoró de una mexicana y se trasladó
a Guadalajara en pos del amor y un nuevo horizonte. Durante poco más
de una década trabajó febrilmente para configurarse como
uno de los artistas más sobresalientes del medio y de todo México
(gana el Primer premio del Salón nacional de Dibujo José
Guadalupe Posada en 1992 y obtiene una Mención Honorífica
en la Bienal de Pintura José Clemente Orozco en 1993. También
sus pinturas se venden a museos y coleccionistas particulares de Estados
Unidos y Europa, y el grupo Maná utiliza trabajos suyos en los
discos Cuando los ángeles lloran y Sueños líquidos).
Durante los noventa cumplió con su viejo anhelo de viajar al sur,
a Buenos Aires, donde participa en más de una oportunidad con singular
éxito de Arte BA. En uno de aquellos viajes, cruzó el charco
para visitar antiguos amigos conocidos durante su etapa de estudiante
en Cuba. Aunque sólo estuvo aquí una noche (“en la
que dormí en la peor cama, la más incómoda, en que
jamás me haya tocado hacerlo”, según afirma) y dos
días, se enamoró de la ciudad. Desde entonces tiene pegada
en la pared de su estudio una serie de fotos que componen la vista panorámica
de la ciudad desde el cerro. Debajo de la misma ha escrito: “Mis
uruguayos queridos...”
Waldo tiene su estudio en Los Gavilanes, un poblado que Guadalajara se
devoró en su crecimiento de megalópolis demencial y contaminada
(más de seis millones de personas, más de un millón
de autos circulando). Sin embargo, el lugar se mantiene como un edén
ajeno a la locura que lo rodea, con sus árboles frutales, su estanque
con peces de colores, sus pájaros exóticos, sus monitos,
su pantera –Maya- con la cual, sin tomar en cuenta para nada sus
enormes colmillos y sus afiladas uñas, el artista juega tal si
lo estuviera haciendo con un gatito. Tan arriesgado y amoroso como cuando
produce imágenes de ensueño con el pincel y el óleo.
Para la última Feria Internacional del Libro de Guadalajara (la
más grande de América Latina), las autoridades de la misma
encargaron a Waldo la dirección artística del Pabellón
Cuba, el país invitado de honor. En la cúspide de sus facultades
estéticas, el artista encaró la ciclópea tarea de
pintar en poco más o menos mil metros cuadrados de lienzo su visión
personal de la cultura de su país. Durante seis meses, ayudado
por un equipo de jóvenes colaboradores venidos especialmente a
este fin desde la isla (Yoel Díaz, Yunayka Martín y Rafael
Miranda) y por algunos de sus amigos, trabajó para conseguir un
resultado fenomenal: una serie de cuadros, como él prefiere llamarlos,
que dejaron boquiabiertos a los miles de visitantes de la feria.
De este modo Waldo se transformó en un muralista que, sin ser mexicano,
nada tiene que envidiarle a los más grandes maestros del país.
Por los inmensos lienzos desfilan los colores de la bandera de la isla,
las figuras de Martí, el Beny Moré, Alejo Carpentier, los
Tres Tristes Tigres de Guillermo Cabrera Infante, el unicornio azul de
Silvio Rodríguez, los orishas de la santería, Nicolás
Guillén, la campaña de alfabetización, Camilo, Lezama
Lima, el Che, el dominó, la rumba...
Milagro de colorido e imaginería desbordada para los bienaventurados
ojos que lo vieron y lo han de ver en el futuro.