Austeridad de Nicolás
Rodríguez Juárez
Por Guzmán Urrero
Peña Como ya deja entrever el título
de esta nota, la obra de Rodríguez Juárez (1667-1734) es rigurosa y austera.
Claro que, hablando de un periodo como el barroco novohispano,
irresistible y convencional suscitador de fervores contrarreformistas, mentar esas dos cualidades de este
pintor puede parecer, sin duda, un pleonasmo. Es además una afirmación típica
de quienes han estudiado su producción; un intento de encontrar razones más o
menos plausibles para diferenciar sus telas. Sin embargo, éste es sólo un
paso preliminar. Compárese a Nicolás con su hermano Juan, su abuelo José y su
bisabuelo Luis Juárez, y veremos cuánto hay de común y de dispar en la saga.
En cierta manera podría decirse que el movimiento representado en esta
familia marca una tendencia que se dirige con paso vigoroso hacia lo que,
tras su estela, será la estética religiosa decimonónica. Pero vayamos por
partes, pues la oportunidad del comentario encuentra pruebas en la biografía
del pintor. Sus fuentes son claras y ya se
han indicado: el maestro José Juárez, casado con Isabel de Contreras,
concibió a Antonia, que luego de su matrimonio con el pintor Antonio
Rodríguez, fue madre de Nicolás y Juan, ambos pintores con una mano extendida
para captar la luz religiosa. No cabe duda de que sin la familia Juárez
cuesta entender las transiciones del barroco en el virreinato de Nueva
España. Al decir de Manuel Toussaint en su Pintura
colonial en México (1965): «De menos fuerza que su hermano Juan, pero más
interesante que muchos de los que figuran en su tiempo, Nicolás Rodríguez
Juárez [...] parece continuar la severa pintura del siglo XVII, sin dar oídos
a las doradas fragilidades de Correa y Villalpando, y sólo cuando el murillismo se apodera por completo de su hermano Juan, él
se doblega y sigue el nuevo estilo que, a fuerza de buscar suavidad y gracia,
se vuelve completamente deleznable». Para comprender este proceso,
sirva el currículo que sigue: tras estudiar pintura con su padre, Nicolás
recibe con él la carta de maestro, hacia 1688. Enriqueciendo el expediente,
van a ser sus examinadores Cristóbal de Villalpando, José Sánchez Salmerón y
José de Rojas. Se han documentado obras del joven maestro firmadas en 1692,
dos años antes de su nombramiento como veedor del arte de la pintura. Ya por
esa fecha cultiva los temas religiosos. Y a no dudarlo, esa noción piadosa
refleja la auténtica voz de Nicolás y demuestra cuán oportuno fue su oficio
para el desarrollo de inquietudes aún más profundas. Dicho en otras palabras, su
producción, construida con meticulosidad y armonía, se convierte en centro de
interpretaciones biográficas cuando el pintor toma las órdenes como
presbítero en 1699, tras la muerte de su esposa, doña Josefa Ruiz Guerra.
Parece inconcebible disociar este ritual dramático de la gravedad mostrada en
sus obras más conocidas, entre ellas un famoso lienzo que representa el
Triunfo de la Iglesia (1695), con la Virgen sobre un carro que trasladan los
Doctores de la Iglesia, en ruta hacia el arco de gloria custodiado por los
miembros del Carmelo. Sin duda, una creación de resonancias alegóricas,
fijada en la estampa tradicional, donde se nos da una imagen opulenta (de
signos) y al tiempo severa y solemne, con una suerte
de poesía muy directa. En esta pieza queda expuesto el foco real de Rodríguez
Juárez como artista y hombre de fe, y no es difícil ver por qué todos los
aspectos mencionados responden al canon barroco. Por lo demás, a la efigie mencionada,
visible en el templo de El Carmen, en Celaya, cabe sumar el cobre de la
Virgen de Guadalupe que se conserva en el Museo de América, los lienzos Santa
Teresa con dos ángeles (1692) y La Magdalena en su cueva (1718), y la serie
que cataloga Toussaint en la catedral de México: en
la capilla de la Antigua, el Nacimiento de la Virgen y su Presentación en el
Templo, y los retratos de Benedicto VIII, el arzobispo Vizarrón
y Felipe V. Un cuadro que toma los lemas del
retratista novohispano —y aun español— al pie de la
letra es el Retrato del niño Joaquín Manuel Fernández de Santa Cruz, fechado
en 1695. Ciertamente, Rodríguez Juárez es artista de variados registros y
enlaza con esa tradición cortesana, rebosante de verdad, pero establece su
prestigio gracias a evocaciones religiosas de carácter singular, como la
pintura que dedica a San Cristobalón en 1722, y que
se puede apreciar en el antiguo colegio de Guadalupe, próximo a Zacatecas. Carácter análogo ofrece la obra
de otros artistas de fecha próxima que se desenvuelven dentro de esa
tradición de signo devocional, ejemplarmente
cultivada por el protagonista de estas líneas. Compartiendo modelos, cabe
citar en el panorama de la Nueva España a varios artífices. En el tránsito
del manierismo al barroco se sitúan el guipuzcoano Baltasar de Echave Orio, autor del afamado
Martirio de San Aproniano —además de maestro de
Luis Juárez, bisabuelo de nuestro pintor—, su hijo Baltasar de Echave Ibia y su nieto Baltasar
de Echave Rioja, formado este último en el taller
de José Juárez. Consta que la lista se entrecruza y puede incrementarse —no
han de faltar en ella creadores tan valiosos como Juan Correa, Cristóbal de
Villalpando y Luis Lagarto—. Pero hemos de posponer por hoy su glosa y
finalizar la explicación, no sin advertir que a toda esa felicidad visual
hemos de dedicar nuevos comentarios. |