Leonel Maciel: motivos para una taza de café amargo

José Ángel Leyva

Leonel Maciel1. Placer a mar, a mar amargo

Digamos que esta exposición retrospectiva, “El placer de lo amargo”, muestra el lado nebuloso del artista de la Costa Grande de Guerrero. Entramos por la puerta interior de su lenguaje, a la hora temprana en que el alma reposa los vestigios de la noche y se incorpora a la conciencia de la carne, del espacio, del movimiento corporal con sus mecánicas fisiológicas, con la cifra existencial de los primeros rayos solares que disipan las sombras de la alcoba, la cocina, la sala, el estudio, los cuadros y los lienzos apiñados, las primeras notas del amanecer, los trinos y el motor de la humanidad tecnificada, la demanda pavloviana del trago de café. Así, frente a la infusión oscura, danzan las telas fantasmales de los sueños, la visión aromática de una taza que contiene la tierra, el altiplano neblinoso donde los árboles frutales y elevadas plantas asombran a arbustos plagados de rojizos granos. Manos, miles de manos, miles de palmas callosas y espinadas que arrancan el color de los cafetos, que lo convierten bajo el sol en sepia y luego lo trasladan con el fuego hacia el marrón y el negro. Cómo puede el artista no mirar a través del vapor que ataca la nariz y dilata la percepción del horizonte, cómo puede dejar de ver el color de la voces que respira, el humo de tabaco que no fuma, las siluetas de barro que lo miran, las figuras que se forman en el lodo del placer amargo con sus proféticos contornos. Ante un espejo se encuentra dibujado el pintor con sus presagios, sus ánimas de sangre en vela.

La vida de Leonel Maciel comenzó en la vastedad del color y en la reverberancia del calor, la luz y los humores de su infancia le dieron socarronamente una manera fácil de expresar las formas y de dotarlas de fuego. Su cromatismo es inherente, podría decirse, también su oralidad y el gusto por despertar la sensualidad de las cosas, por animar los objetos y los personajes que se reproducen en su bestiarios, en los jardines botánicos que suele cultivar en grandes o en pequeños formatos, en circos cosmopolitas o romanos, en el carnaval que conforma su obra, en ese teatro de la picaresca donde sus personajes salpican a los espectadores de su imaginería humorosa y nada es bueno ni es malo, sino simplemente divertido. No hay lucha de contrarios, hay alianzas naturales para reciclar la vida y la imágenes, como los dioses del antiguo mundo maya que destruyen y reconstruyen la historia de los hombres. Quizás con el afán de perfeccionarla, de recomponerla, de hacerla menos maniquea y catastrofista. Lo que muere sirve de abono a lo que nace, y lo que nace muere cada día que vive negando, soslayando tal vez, su inevitable fin o su principio en otra parte. La obra de Leonel rezuma vitalidad, sin que por ello debamos calificarla de vitalista. Es una obra gozosa, fulgurante, barroca, proteica, de profundas raíces locales pero de extensas resonancias universales, enriquecida por sus aires trotamundos y sus lecturas extensas y desprejuiciadas. Por ello, un pintor como Leonel Maciel puede hacer la magia de desvanecer su paleta y exhibir la tela de sus sueños en blanco y negro, sienas y ocres.

Pero al abrir esa puerta gris el espectador se pregunta, ¿en dónde está el artista del furor cromático? ¿en dónde oculta la dinámica de sus rojos incendiarios, sus amarillos tornasol, los verdes camaleónicos, sus negros retumbantes, toda la gama de complementarios tropicales? Uno sabe que están allí, detrás de las sombras, al otro lado de las cortinas grises de esta etapa de atmósferas que me recuerdan los techos de pizarra de París. Leonel descubre, como Tamayo, que el color se da también en la gamma de grises y en la monocromía de ámbitos donde no domina la luz sino el murmullo, los silencios  y las pausas de la conversación consigo mismo y con los otros que pueblan las ausencias, los espectros que pasan en formas de nubes o de aromas.

El café, para Maciel, no es sólo un tema, es la invocación del tiempo, la espera y el instante, la fuerza amplificada que obliga a redoblar el pulso y, en medio de los ruidos, a escuchar el paso sereno de la vida transcurriendo en cámara lenta y en silencio. Leonel pinta con cenizas imágenes desprendidas del suelo, levitantes, etéreas, y sin embargo ancladas a la gravedad terrenal. Desde la abuela con la taza humeante de café, montada en burro, en una atmósfera campestre, hasta el genial Pessoa jugando con sus posibles existencias y sus autores-personaje frente al Tajo, en la Lisboa nostálgica y alegremente melancólica, en sus estrechas calles con muros decolorados y enfermos de salitre. La Ciudad Blanca de Alain Tanner con sus olores de café y tabaco, con sus fados encalando las paredes de la tarde. Qué otra cosa se percibe con mayor energía en ciudades como Lisboa, Coimbra o La Habana sino el tiempo afantasmado, las ruinas del señorío, las pavesas de un ayer que se actualiza en el arte y en los mitos.

El placer de pintar sin las descargas edulcoradas del color, sin alambicamientos figurativos, estridencias y saturaciones decorativas. Pintar con el placer amargo de los negros y los blancos, con ocres y tierras que hablan de la sencillez del pasado, de los recuerdos, de la luz con que los muertos parlotean y vagan, de aquella Soledad de Maciel en la Costa Grande de Guerrero donde es costumbre fabular en la penumbra del ocaso, alrededor de las densas sombras de los puros encendidos, con las tazas de café caliente, y la presencia de los ausentes en cada sorbo y cada historia. Leonel rescata los tonos matinales y las pinceladas plúmbeas de los días lluviosos alrededor de los fogones interiores de las casas, en la infancia lenta y dilatada, en los olores del trigo haciéndose pan o tortillas dulces sobre el comal de barro. Y el café que empaña los vidrios de una niñez que viaja a través del olfato y las visiones.

No hay nada que escape a los apuntes del comienzo, a las obsesiones primarias del artista que se inicia; hay una vuelta o un retorno inevitable a los misterios de la creación. Ya en cuadros como Velorio de Anastasia (óleo/tela, 1966), o El cuentero (óleo/tela, 1967), de la misma serie y de la misma época, hay una fuerte inclinación por los colores tierra y por los grises en escenas de ámbitos cerrados, pero con la diferencia de que las texturas, logradas a base de gruesas plastas de óleo y collages con fibras industriales, desaparecen y se transforman en superficies planas, en veladuras, transparencias, tersas pinceladas que abrillantan las imágenes, los motivos evanescentes que ya poco tienen que ver con el carácter descriptivo y narrativo de otros momentos. El carácter anecdótico de los cuadros mencionados se trueca en la síntesis poética de El velorio de Gelasio Trinidad Rosiles (óleo/tela, 1973) o en Avril a los 15 años (óleo/tela, 1974). Piezas que se tocan con las de la serie de El café por su levedad, por la capacidad de sugerir, más que contar. Ello nos confirma que Leonel Maciel dibuja y pinta voces y aromas.

Leonel recrea en esta primera sección de la muestra, “El placer de lo amargo”, los sentidos de una tradición que nació en África (en Abisinia, actual Etiopía) y se asentó en Oriente Medio, cuando Mahoma recibió de manos del ángel Gabriel una bebida oscura, tan negra como la Piedra Negra de la Meca, que le devolvió la salud y la energía viril. El café animó y humanizó al profeta. La infusión fue dada a conocer por los holandeses al resto del mundo y el café se ha convertido también en el lugar de encuentro, en la tertulia, en el refugio de los solitarios y los artistas, en restaurantes, en centros nocturnos, en sitios para conspirar y soñar. Muchos ejemplos personales me vienen a la cabeza. Por ejemplo, el café La Mansión en el Durango de mi adolescencia, donde convivían sin reservas policías, reaccionarios, comunistas, putas, homosexuales embozados, bohemios, alcohólicos y guerrilleros frustrados, en un ambiente enrarecido y brumoso, semejante al de La Colmena de Camilo José Cela; o los cafés de Derinia, en la isla de Chipre: alrededor de una plaza dos locales ondeaban banderas enemigas, pero en su interior se fundían dos idiomas sin resabios, no así los nombres de la infusión hecha con la misma técnica y quizás con el mismo grano, que responde a turco o griego según los colores de la insignia que ostenta el edificio. El Café de Nadie de los estridentistas, el Café Verlaine de los dadaístas, El Ágora donde Juan Rulfo solía callar respetuosamente ante la concurrencia que anhelaba, en silencio, escuchar el Tarot de sus relatos.

La monocromía de Maciel no lo aleja de su esencia, por el contrario, la reafirma, pues lo que domina en su paleta es el calor de la tierra, la calidez costeña de su obra de los años sesenta y principios de los setenta. La luz trasluce una ardiente bruma, la niebla de un pincel en abstinencia de colores donde los vivos y los muertos conversan desnudos, en grupos o en parejas, jóvenes o viejas. “La luna en Cuernavaca” no puede contenerse, terminará bañando de color las plantaciones y las atmósferas grises devendrán en explosiones de pintura vegetal, onírica, y el fruto del “placer amargo” será un puntilleo rojo en los lienzos iluminados por el trópico.

 

2. Carnaval y embrujos

Antes de abrir la puerta que antecede a este remanso pictórico, a esta fase macilenta, a este periodo  macielento de ensoñaciones y recuerdos bajo el efecto del café, debemos repasar  de manera fugaz las etapas que distinguen la fuente y el caudal creativo de Leonel. Dejemos entonces para el final una larga reflexión sobre la serie de trece cuadros que constituyen variaciones sobre el tema de la Crucifixión y un alarde técnico e imaginativo para tratar con alegría la pasión y el dolor que nos clava con sus culpas a los maderos de la cultura occidental.

Desde su primera exposición individual en 1964, en la Galería Excelsior, en la Ciudad de México, Maciel exhibió su vigorosa naturalidad, su capacidad para desprender de un universo oral trazos e imágenes sugerentes, para volcar el mestizaje de sus orígenes en un torrente perceptivo de formas actualizadas y modernas, para desvanecer el rictus de la muerte con la mueca burlona e irreverente del desfiguro, del exceso, de la fiesta, del color que se renueva en la gracia desbordada de los artesanos de este país. Sin complejos fueron apareciendo afluentes de un mismo río ante los muros de la Escuela Mexicana de Pintura y los códigos europeizantes del Movimiento de Ruptura que no reconocen o pasan de largo por la tradición artesanal y el folclore. En 1967, Leonel estaba viajando a Reykiavik, Islandia, con sus cuadros de sol. La Isla de Hielo no se descongeló ni etiquetó su obra como folclorista o mexicanista, simplemente la incorporó a sus asombros.

Leonel MacielEs evidente la presencia literaria en una buena parte del trabajo plástico de Maciel. Miguel Ángel Asturias ha dado lugar no sólo a piezas sino a exposiciones completas, por ejemplo: “Cómo está usted, señor don Miguel Ángel Asturias” (1974), lo mismo sucede con otro autor guatemalteco: “Homenaje a Mario Monteforte· (1987, en la galería Túnel, en Guatemala), o el “Perpetuo Retorno” (1989, en la Galería Metropolitana de la UAM). Lo mismo puede decirse de la serie “Mulata de tal”, que recrea la novela de Asturias y su fantástico gobierno de transfiguraciones y sincretismos, sus leyes fundadas en el juego y en la libre asociación de encantos y conjuros. “Mulata de tal” es también el pretexto para experimentar con las posibilidades del negro, para administrar sus brillos y sus mates, sus profundidades y dinámicas. Hay que reconocer que Leonel siempre ha estado sacándole brillos a lo negro. Mario Vargas Llosa, Rulfo, entre muchos otros autores latinoamericanos, narradores y poetas, han inspirado cuadros, grabados y dibujos del artista.

El carnaval va siempre en su caso ligado al hechizo, a lo demoníaco y a la diablura, a la desacralización y a la ironía. “Cinco meses en el Cerro de los Brujos” (1974, Galería Arvil, México, DF), constituye una muestra de su empeño. “Cosas de niños” (1981, Polyforum Siqueiros) es la exposición que pinta a Leonel como un buen ilustrador de libros infantiles: El tren nocturno, La vieja que comía gente, El mar, Sonidos y ritmos y Las frutas, son algunas de las historias que se narran acompañadas de sus hermosas acuarelas. Algún día habrá que reunir esos divertimentos, que Leonel asume con muchísima seriedad, para organizarlos en una, seguro, exitosa y alegre exposición.

Más que etapas, la trayectoria de Maciel registra nuevos cursos, golpes de timón para alejarse de un estilo y aproximarse más a él, más a su vocación rebelde e inconforme. Desde los cuadros que acusan reminiscencia africanas, de una gran belleza formal (allá a finales de los años sesenta y principios de los setenta), y que se ligan al simbolismo cromático de cuadros como: Samurai (óleo/tela, 1972), y Ay Padre, por qué me abandonaste en manos de esta bola de cabrones (óleo/tela, 1971), al verdor delirante de Mira mamá, la chaneca ejtá pariendo a Bembo Parota (óleo/tela, 1977) de proporciones murales, hasta el color desaforado en su residencia en Tepoztlán en el decenio de 1980 y principios de 1990, cuando anuncia que desaparecen sus largos títulos que narran, o pretenden hacerlo, escenas que figuran anécdotas resueltas con colores básicos. El arco iris se plasma en su producción: personajes y objetos son cubiertos con fosforescencias y colorines en franca provocación a todas la escuelas. A los críticos les lloran los ojos y se ponen gafas oscuras para evitar el resplandor meridiano, la incidencia playera del costeño.

Leonel no se queda quieto y da lugar a piezas festivas y eróticas. De esa incursión recuerdo las “Hamacas”, hechas en acuarelas y en papel fabriano de formato mediano. Algunos cuadros célebres por su carga hormonal y sus delicadas composiciones, sus figuras de amaneramientos bien dosificados y una paleta temperada y temperamental son: La casa roja (óleo/tela, 1990), Mujer con calores (óleo/tela, 1991), La casa verde (óleo/tela, 1991). De este cuadro derivan tres grabados serigráficos que Leonel había titulado “Mujeres en el balcón” y que yo nombre “Las balconeadoras” . Fue para esa carpeta que escribí el texto que a continuación reproduzco:

 

3. Las balconeadoras de Maciel

En medio del tráfago la mirada se estaciona en un costado de la prisa El animal urbano se afloja la corbata de la ansiedad y husmea por las ventanas abiertas Desde un balcón lo observa una mujer que representa la redondez de la Tierra El trazo mundano que el ojo anima con la avaricia del tacto La imagen se mueve y se detiene grabada para siempre en el papel El mirón se siente espiado cautivo en la tentación que rezuma el hueco curvilíneo

precipitado en la tinta fresca que el creador depositó en la mirada Hay una atmósfera de sensaciones amarillas rojas verdes que depuran el pecado del color y refrescan el tejido carnal de la serigrafía Frente al balcón el animal urbano es un pez sorprendido                                                                por el anzuelo del goce La Venus del balcón nace de la fuerza proveniente de fuera Su gesto crece se alimenta con la fantasía del testigo Pareciera  evocar a Botticelli en la lejanía de la inocencia  desde el sabor de la voluptuosidad en su conjugación con el lenguaje en la  complicidad del técnico que tamizó la humedad de su cuerpo y la conjugación visual de la alegría Balconeadoras del alma del paisaje pintado por el entusiasmo de la sangre Allí están deformadas por el equilibrio de la química  amaneradas por la agudización del deseo

Finalmente vendría el viaje por Oriente con una larga estancia en Bali, donde pintó bajo los influjos de su paso por la India y Nepal, Tailandia, Malasia y Filipinas. El teatro de sombras y la pintura artesanal cuajaron sin esfuerzo en su paleta. Miguel Covarrubias es el destinatario de este homenaje (1995) en el que predomina el ilustrador y el caricaturista, pero donde también aflora a plenitud una poética del color y la forma, la delicada manera de rendir tributo a la historia y al mañana. Como sea, Leonel siempre retorna a Leonel, aunque ya no sea el mismo el que lo espera ni tampoco el que regresa.

 

4. El vía crucis de Leonel Maciel

El pintor se acerca a la escena y aguza el oído. La imagen murmura algo, tal vez sea sólo el movimiento de los resecos labios que logran despegarse uno del otro y lo que de ellos sale es un gemido, un sonido gutural. El artista escucha lo que ve. La gravedad del mundo sobre la carne, la culpa y el pecado hundiendo sus puntas en las sienes, los clavos cargando el peso del sacrificio y de la historia, la cruz sosteniendo al hijo de Dios, al nombre de Dios, al espíritu, a su imagen y semejanza que no mira al creador, sino a sí mismo, al hombre, clavado con sus propias manos. El hombre que tortura al hombre, creyendo que ha matado a Dios y con su muerte la humanidad está ya redimida, sin comprender que sólo es cuestión de tiempo. Lo que agoniza en la cruz no es Dios, es la vida, es el tiempo. Es éste el que se desangra y el que abre los labios en señal de sed. En lugar de la hiel y la cicuta, de la esponja y de la lanza, Leonel extiende el pincel hasta la imagen y le pone el color en la boca. Ocurre la disolución del rictus y se transfigura en sonrisa. Todo es cuestión de tiempo.

Leonel Maciel retrocede el reloj de los acontecimientos y escribe el capítulo de La Pasión con su propios argumentos plásticos. El Evangelio, según el artista, sugiere un calvario diferente, una escenificación que vaya de la cruz no a la resurrección sino a la duda, al final, que es el principio, de la última cena. Propone una aventura cromática en donde el humor desvanezca la gravedad del espíritu. Así, con la fiesta, el carnaval, intenta ahuyentar la marcha fúnebre, la culpa de haber matado a Dios. Con ironía nos revela que Él no padece por nuestra culpa, que Él simplemente no sufre, goza de lo divino. Él no tiene prisa, es eterno. Nosotros somos los que estamos preocupados porque matamos una y otra vez el tiempo, eso de lo que estamos conformados. No hay nada más parecido a Él que la risa, la sublimación, la plenitud, la generosidad para consigo mismo.

Leonel MacielMaciel es el todo de la parte, la parte de ese todo que realiza en un desplante de realismo fotográfico. De espaldas, el creador atestigua y participa (a la manera del Velázquez de Las Meninas), con su perro de barro de Colima entre los brazos, del misterio de la crucifixión. Los otros se detienen a contemplar  con curiosidad de turistas al joven de mirada famélica que el artista ha colocado en el lugar de la imagen mítica del dolor. La muchacha del helado contrasta en su ingenuidad con la expresión de extravío de la figura central y las actitudes reproductoras del fotógrafo y el joven pintor. Leonel ha empleado actores, más que personajes, para componer su escena, y los ha extraído de la propia cotidianidad. Imágenes de seres de carne y hueso ocupan un sitio en el lienzo, donde funcionan como símbolos del cristianismo posmoderno, del cordero de Dios que quita los pecados del mundo, que cuenta los minutos del mundo.

Es este cuadro hiperrealista el que da inicio al vía crucis imaginado por el pintor a la manera de un carnaval, con el que, como dijera Mijail Bajtin, escribe la gramática jocosa de la vida, de otra vida. El pintor elabora el discurso de la antisolemnidad, del espíritu festivo que nos habla de que no poseemos sólo una existencia, sino muchas, tantas como deseemos tener. Pero eso únicamente es posible en la medida en que seamos capaces de reír, de festejar nuestros ideales, de crear las condiciones para modificar lo real estático, lo que no presenta posibilidades de renovación. Y este cuadro en especial parece acabar con la paciencia del artista, quien después de cometer pecado de vanidad demostrando su virtuosismo fotográfico y su dominio de la técnica, lo abandona, deja impresa la sensación de que lo perfecto no es el camino a seguir, de que los cuerpos, la figura, deben hallar en su disolución la forma cómoda de lo grotesco y lo burlón. Lo apolíneo le resulta demasiado fácil, incómodo por su tendencia conservadora, embalsamadora. Detener el gesto, la belleza, el signo, es simplemente rendirle homenaje a la muerte. Leonel busca lo contrario, pretende restarle seriedad a lo inevitable y evidenciar que, si unas cosas se detienen, otras continúan su marcha. En sí, no hay nada permanente en la naturaleza humana. Eso, para él, como creador, tiene mucho de comicidad y de humor festivo. La cruz no es lo que pesa, lo que calan son los filos, de siglos.

No es pues la gracia virtual, divina, la que ha sido clavada en los maderos, es el hombre, la carne. La conciencia cristiana es el gesto congelado por el horror de su debilidad y su furia, de la piedad y el crimen, de la fe ante la raíz de la duda, del poder ante el dolor ajeno. La tragedia fue retratada con lujo de detalles y se repite una y otra vez hasta el agotamiento. Es difícil que la parodia se represente allí donde la memoria condena a los no nacidos, donde la vida empieza con el olor del Holocausto. Poco a poco la perfección del drama le abre paso a la risa, el acartonamiento de las formas desfiguran el rostro, la seriedad se vuelve patética y el humor enciende la chispa del ingenio. La pasión del fanático y del tirano se vuelven materia deleznable, son el humus de la risa. El pueblo es el que tira la primera broma, deformando las palabras y actualizando la lengua. Lo viejo, lo caduco, es grotesco porque experimenta interiormente el cambio, porque su metamorfosis es el anuncio de lo que viene. La pasión es futuro, es esperanza, es gozo. Si los gitanos de Machado piden una escalera para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno, Leonel le pone unos más grandes, del tamaño de la risa, le quita las espinas, le abulta los huesos, lo sustituye por un modelo adolescente con cara de preocupación mirando a los espectadores. Entre ellos seguramente se halla Dios, divertido ante su imagen y semejanza.

El tema de la crucifixión o de la pasión cristiana no escapa a la mayoría de los artistas y escritores formados bajo esta cultura. Entre los segundos hallamos ejemplos como los de José Saramago, Nikos Kazantzakis, Miguel Ángel Asturias y Borges, quienes han dado algunas muestras de libertad imaginativa para bajar a Jesús de su pedestal de sufrimiento y conducirlo a la risa, al disfrute humano de su pequeñez y de su grandeza, de su naturaleza imperfecta y finita, sobre todo en el caso de los dos primeros con novelas como El Evangelio según Jesucristo y La última tentación de Cristo, respectivamente. Por su parte, los otros dos bromean con la idea de que el Nazareno es un usurpador o un falso mesías, pues en un caso el verdadero hijo de Dios es El Maladrón (de Asturias), Gestas, que continúa gestualizando su aparente derrota, y Borges hace Tres versiones de Judas, para darnos a conocer que es en éste en quien recae el verdadero sacrificio al asumir el papel de delator, "el peor delito que la infamia soporta", mientras el de la cruz se consagra en su imagen de víctima.

Nick Cave escribe en el prólogo al Evangelio de San Marcos que "Cristo fue víctima de la falta de imaginación de los hombres; su tormento en la cruz tuvo por instrumento los clavos de una creatividad entumecida." 

5. La pasión

Convertido en soldado romano, Leonel conduce a sus personajes a través de trece  estaciones de gran formato. Amigos y compañeros de francachelas son llevados a la representación de un asunto delicado y espinoso: La Pasión de Cristo. El pintor transita no sólo con el humor y la comicidad, pues emplea una variedad de recursos que engendran dramatismo y tensión en cada escena. La risa es motivada por la inteligencia y el ingenio, con un ritmo que no permite que la gracia se petrifique en una risa idiota, en carcajada inercial. La ironía es el solvente con el que Maciel combina los colores, ablanda la línea figurativa e impide los grumos de la insolencia. Sólo el chiste que pretende matar el tiempo es un cadáver de antemano, sólo la risa sostenida nace de la banalidad y del sinsentido. El humor, como pasión, como disfrute y medio de renovación proviene de la lucidez y del encantamiento, del arte y del sentido común, es decir, de lo popular. Esto, Leonel, como todo gran artista, lo transforma en obra maestra.

La pasión del pintor en estas trece representaciones iconográficas se despliega también a lo largo de la misma cantidad de exposiciones estilísticas. Cada cuadro es recipiente de propuestas cromáticas, de soluciones técnicas y de búsquedas formales diversas. No obstante hay un hilo conductor, más allá de lo temático, hecho con los tonos muy personales de Maciel. La sensualidad del trazo y la escrupulosa pincelada, la vibración de los tonos, la solución de las luces y las sombras, el juego de los negros que saltan unos sobre otros hasta hacerse luminosos y oscurecer a los blancos. Leonel matiza aquí, recarga allá, despoja al color de sus atuendos y lo exhibe en su desnudez, sin complejos. Hace acopio de todo su oficio, de lecturas, de charlas, de encuentros y desencuentros, de sueños y realidades, de sensaciones y reflexiones para volcarse en el lienzo de manera distinta, transfigurado y sin dejar de ser él mismo.

De la pintura casi fotográfica, en blanco y negro, en la que los personajes constituyen la simbología y la composición expresiva del cuadro, Leonel pasa a un nivel de realismo disuelto en la acción de los elementos, en la concurrencia de sus dinámicas que lo vuelven menos representativo y sí más imaginario. Es el caso del banderillero crucificado sobre la arena con tenedor y cuchillo, en cuyo rostro cetrino hay un gesto acongojado, o mejor aún, acojonado por el color sangriento que fondea la escena. El espectáculo se completa con la presencia de una bailarina y un practicante de las artes marciales. La estética del deseo y de los instintos que Francis Bacon cultivara descarnadamente, es enfundada por Maciel en traje de luces, como llaman en el medio taurino al vestido de los matadores. La danza de los personajes no logra reducir el humor ácido con el que el artista ha clavado al comensal en el lienzo.

El realismo evoluciona hacia el desfiguro, hacia lo grotesco: "la degradación de lo sublime", según Bajtín. Recordemos que en el siglo XV fueron descubiertas unas pinturas murales en los subterráneos de las Termas de Tito, en Roma. La decoración de los muros consistía en formas fantásticas de la naturaleza, hombres, animales y vegetales en un solo monte imaginario. La metamorfosis implícita en sus existencias eternamente inacabadas e imperfectas es parte de su razón de ser. Las pinturas fueron llamadas grottescas, palabra derivada del italiano grotta (gruta), por el lugar donde fueron halladas. Lo grotesco era sinónimo de un juego ornamental y de libertad artística en la que no se perseguían las proporciones de la naturaleza ni la imagen clara del mundo de los objetos. Lo grotesco fue empujado hacia su propia caricatura, pero ni así pudo ser eliminado; por el contrario, cada día se parece más a la realidad.

En aquel cuadro de 1971, titulado "Ay padre, por qué me abandonaste en manos de esta bola de cabrones", Leonel comenzó a concebir varias de las imágenes de su vía crucis carnavalesco, o de la Risa Pascual, como llamaban en la Edad Media a las recreaciones festivas e irreverentes de las sagradas escrituras. El Cristo apenas figurado o desfigurado, hasta casi desaparecer en la abstracción del color y la textura, es el que evoca con mayor fuerza a aquella masa de óleos que estrujan la mirada y sobrecogen al espectador, sin importar si entiende o no sus significados, pues el efecto inmediato es en los sentidos, directo en el corazón. Con una factura distinta, el pintor resuelve la atmósfera ósea de otra crucifixión emparentada con los zompantlis de los mexicas. A base de óleo y polvo de mármol da relieve a la figura del personaje negro que yace en posición de cruz. Como el pan de muerto, en forma de fémures y tibias, Maciel logra imprimir al esqueleto una ambigüedad de sepulcro y de repostería. El patetismo de la figura oscura sobre el rojo intenso se desborda en el exceso de las calaveras a los lados y en los huesos que asoman en la superficie. El horror se trueca en suculencia.

Leonel MacielLo grotesco apunta ya a la caricatura. Leonel incorpora a dos personajes de la vida real en una escena donde lo irónico, lo cómico desemboca en lo conmovedor. Luis Lombardo y el Negro Acosta encarnan el agotamiento y la desesperación de quienes deben seguir cargando el peso de la cruz. El carbón sobre el acrílico le otorga un carácter aéreo a las figuras. El trazo es impecable y confirma el dominio del pintor sobre el dibujo, pero el mayor mérito de esta destreza es que impone a las imágenes ligeras una gravedad opresiva. 

El monero que lleva adentro el pintor da rienda suelta a la caligrafía de lo jocoso, de lo humorístico, al rodear a Cristo de personajes y diálogos que hablan de una situación festiva. ¿Una caricatura de su propio trabajo, de los retratos en los que el joven Miguel Angel Muñoz es la representación de Cristo? Entre los ocres, la línea de la historieta aflora sin complejos, como tributo a la risa. De allí a la infancia sólo hay un paso, y lo da. Leonel libera a su espíritu de niño y provoca una atmósfera colorida. No obstante, los motivos desgarran por dentro la conciencia infantil de un mundo atormentado por los significados de la cruz. La travesura formal pasa por los contenidos.

Maciel se adentra en lo naïf como quien da un paseo por el campo. La tierra pródiga es el crucifijo alegre donde coloca el caserío, el vitral campestre en donde habita la felicidad pueblerina.

Lo figurativo comienza a hundirse en lo abstracto. La geometría y el color son equitativos con lo primero. La estaca que perfora al cordero atraviesa círculos concéntricos y la sangre que derrama el animal sacrificado es la misma mancha roja que desangra al círculo. Una figura militar, aún caricaturesca, apunta a la cruz con el índice. Verdes, morados, rojos, amarillos, ocres y negros vibran en el dramatismo de esta iluminación que liga a la fe con el poder y la fuerza.

La abstracción emerge desde el fondo con sus texturas nacaradas, verdes, violetas y naranjas o salmón. Los cuatro colores equilibran el arriba y el abajo, el izquierdo y el derecho, los cuatro puntos cardinales, las áreas X y Y, las estaciones del año, los colores básicos, las extremidades del cuerpo, las cuatro cavidades cardiacas. La textura y el color predominante en cada área sobre capas inferiores de otros tintes compiten con sus vecinos y demarcan sus fronteras, por contigüidad emerge la señal. Pero Leonel pone y el público dispone.

Finalmente un ángel robusto aparece con tonalidades otoñales sobre una atmósfera   confeccionada con verde báltico, cepia, ciena, azul y negro. Su fuerte figura es mostrada en toda su orfandad, hermanada con la fragilidad humana, sometida a la impotencia y a la inmovilidad, como una mariposa ensartada con clavos en alas, pies y manos. Una vez más, Leonel echa mano de sus recursos plásticos para generar la paradoja visual, el follaje naranja de las alas, como el de la cabeza, impone una sensación de gravedad. El ángel conoce así la pesadez humana. Aquí el humor, la risa pascual, se desvanece. La mirada comienza a adquirir cierta nostalgia.

6. El hombre

Leonel ha establecido en esta serie de trabajos de gran formato una lucha contra el tiempo. Es la obsesión que cuchichea entre los pliegues de la obra, entre los silencios internos de cada cuadro y en el murmullo sigiloso que pasa o salta entre pieza y pieza. Respira, está vivo, pero dilatado y preso en la transparencia de un Ángel exterminador que lo condiciona, que lo clava a la circunstancia o al gesto. No es en los materiales, en los instrumentos o en la técnica donde encuentra el artista la mayor resistencia, es en el tema mismo, en los significados de un símbolo construido contra la temporalidad. El miedo, la culpa, el terror, la impiedad, el pecado, el dolor han sido crucificados en el mito para que no los borre la historia, y él no está fuera del cuadro.

Por eso "La última cena", en donde aparece el personaje vestido de blanco, con corbata vino y vino en la copa, es el cauce que desemboca en el océano de la incertidumbre. Perplejo, el hombre mira al público, interrogante. ¿Quién pregunta a quién? La luz concentra su haz sobre la figura que permanece estacionada en un instante o en una vida. El, como nosotros, desconoce el siguiente paso. ¿Habrá siguiente paso?.  Terminó la fiesta, el carnaval, la transfiguración, la risa, lo grotesco recoge sus líneas y adquiere la proporción natural de las cosas. La atmósfera claroscura, rembrandtiana, intensifica la angustia, ignoramos el tiempo, si es de día o es de noche. Tal vez ello carezca de importancia, lo que interesa saber es lo que sigue. La soledad y el vacío se nos echan encima a través de la gestualidad y de su entorno. Algo concluyó, eso es seguro, pero ¿quién nos revelará el siguiente movimiento, la decisión interna de este personaje? Los elementos para responder están allí: una copa en la mano, una soga (la de Judas) y un ascensor o descensor.

Leonel termina su Via crucis como un buen cuentista, con un final abierto, con el silencio. Como el protagonista de El Sur, de Borges, sólo vemos el horizonte abierto y fascinante que contempla Juan Dahlmann al salir del boliche con una daga en la mano a batirse contra un cuchillero, el gaucho que habrá de decidir su destino. Sólo la profundidad del tiempo, el paisaje desolado, como en el principio o en el fin de este mundo, pero bajo la mirada de algo parecido a dios o a la víctima de Él.

Leonel es como todo autor, su misma mirada, su propio engendro. Él es también el personaje que concluye un camino, una obra extenuante y se interroga qué sigue, y como no lo sabe, coge su equipaje y sale a la aventura sin buscar nada particular, salvo la vida. Es él quien nos contempla, perplejo de su propia obra, y es él quien dará la respuesta si apura el vino que sostiene entre sus manos o lo deja a un lado, si emplea la soga de Judas por jugarle rudo al Maestro llevado por la culpa o si abre la puerta del elevador, si sube o si baja.

En esta galería de estilos y posibilidades pictóricas, los grandes lienzos de Leonel despliegan una fuerza inusitada, un esfuerzo colosal -- que siempre dirá él que es un simple recreo--. Es la elaborada imagen de un grande de las artes plásticas, que yo no puedo dejar de anunciar como uno de nuestros mayores artistas. No es esta muestra un ejercicio o un ensayo pedagógico de cómo puede descomponerse una tema pictórico, sino un viaje lleno de evocaciones y sugerencias, un relato de humor a través del tiempo, un mapa de la cristiandad donde el dolor y la tortura, el pecado y la condena no son del color con que se miran, sino de la forma como vemos. La fortuna del arte es justamente ver de otro modo al mundo y en ese sentido hacerlo diferente, con cosas de otro mundo, del más acá con todo y más allá. Simbolista, hiperrealista, figurativa, abstracta, expresionista, tropical, nacionalista, folclórica, universal, todo y nada, simplemente es la obra de un auténtico creador.

Quienes conocemos a Leonel sabemos que su mundo, más que anárquico, es libertario, nació artista y se hizo artista. El arte está por encima de él. En ese sentido, el tiempo y el trabajo no existen cuando la actividad consume días, meses, años; es la creación, el trance de la luz, el trazo, la revelación del color y de la imagen. Como Gauguin, intenta pasar por buen salvaje, pero su avidez por la lectura y el gusto refinado por los placeres gastronómicos, por la charla, por la puntualidad y la palabra, por lo formal, confirman sólo su gusto por lo anecdótico y el mito. Leonel es un personaje, es cierto, con acento local, costeño, pero es un artista culto, cuya obra tiene una dimensión universal, una personalidad cosmopolita.

La "Pasión de Leonel", no puede negarse, transita por muchas lecturas y asomos a la historia del arte, en particular de la pintura. Doré, Bruegel, El Bosco, Goya, Durero, Dalí, Gauguin, Balthus, Miguel Covarrubias, los muralistas mexicanos ¿cuál de ellos no ha sido visitado? Pero ninguno tiene la intención de transfigurar el símbolo más opuesto a la risa, la cruz, en un movimiento de resurrección constante, de revitalización perpetua, y que la carne torturada ya no sea tal, sino la forma y el recipiente festivo de los humores. Como Rius en su libro contra las mentes cerradas, Con perdón de Doré, Leonel ha elaborado, con perdón de la Semana Santa, su propia versión jocosa de los acontecimientos.

 

revista de cultura # 44
fortaleza, são paulo - março de 2005