Leonel Maciel: motivos para una
taza de café amargo José Ángel Leyva
Digamos que esta exposición retrospectiva,
“El placer de lo amargo”, muestra el lado nebuloso del artista de la Costa
Grande de Guerrero. Entramos por la puerta interior de su lenguaje, a la hora
temprana en que el alma reposa los vestigios de la noche y se incorpora a la
conciencia de la carne, del espacio, del movimiento corporal con sus
mecánicas fisiológicas, con la cifra existencial de los primeros rayos
solares que disipan las sombras de la alcoba, la cocina, la sala, el estudio,
los cuadros y los lienzos apiñados, las primeras notas del amanecer, los
trinos y el motor de la humanidad tecnificada, la demanda pavloviana
del trago de café. Así, frente a la infusión oscura, danzan las telas
fantasmales de los sueños, la visión aromática de una taza que contiene la
tierra, el altiplano neblinoso donde los árboles frutales y elevadas plantas
asombran a arbustos plagados de rojizos granos. Manos, miles de manos, miles
de palmas callosas y espinadas que arrancan el color de los cafetos, que lo
convierten bajo el sol en sepia y luego lo trasladan con el fuego hacia el
marrón y el negro. Cómo puede el artista no mirar a través del vapor que
ataca la nariz y dilata la percepción del horizonte, cómo puede dejar de ver
el color de la voces que respira, el humo de tabaco que no fuma, las siluetas
de barro que lo miran, las figuras que se forman en el lodo del placer amargo
con sus proféticos contornos. Ante un espejo se encuentra dibujado el pintor
con sus presagios, sus ánimas de sangre en vela. La vida de Leonel Maciel
comenzó en la vastedad del color y en la reverberancia
del calor, la luz y los humores de su infancia le dieron socarronamente una
manera fácil de expresar las formas y de dotarlas de fuego. Su cromatismo es
inherente, podría decirse, también su oralidad y el
gusto por despertar la sensualidad de las cosas, por animar los objetos y los
personajes que se reproducen en su bestiarios, en los jardines botánicos que
suele cultivar en grandes o en pequeños formatos, en circos cosmopolitas o
romanos, en el carnaval que conforma su obra, en ese teatro de la picaresca
donde sus personajes salpican a los espectadores de su imaginería humorosa y
nada es bueno ni es malo, sino simplemente divertido. No hay lucha de
contrarios, hay alianzas naturales para reciclar la vida y la
imágenes, como los dioses del antiguo mundo maya que destruyen y reconstruyen
la historia de los hombres. Quizás con el afán de perfeccionarla, de
recomponerla, de hacerla menos maniquea y catastrofista. Lo que muere sirve
de abono a lo que nace, y lo que nace muere cada día que vive negando,
soslayando tal vez, su inevitable fin o su principio en otra parte. La obra
de Leonel rezuma
vitalidad, sin que por ello debamos calificarla de vitalista. Es una obra
gozosa, fulgurante, barroca, proteica, de profundas raíces locales pero de
extensas resonancias universales, enriquecida por sus aires trotamundos y sus
lecturas extensas y desprejuiciadas. Por ello, un pintor como Leonel Maciel puede hacer la
magia de desvanecer su paleta y exhibir la tela de sus sueños en blanco y
negro, sienas y ocres. Pero al abrir esa puerta gris el espectador se pregunta, ¿en dónde está
el artista del furor cromático? ¿en dónde oculta la
dinámica de sus rojos incendiarios, sus amarillos tornasol, los verdes
camaleónicos, sus negros retumbantes, toda la gama de complementarios
tropicales? Uno sabe que están allí, detrás de las sombras, al otro lado de
las cortinas grises de esta etapa de atmósferas que me recuerdan los techos
de pizarra de París. Leonel descubre, como Tamayo,
que el color se da también en la gamma de grises y en la monocromía
de ámbitos donde no domina la luz sino el murmullo, los silencios y las
pausas de la conversación consigo mismo y con los otros que pueblan las
ausencias, los espectros que pasan en formas de nubes o de aromas. El café, para Maciel, no es sólo un tema, es la
invocación del tiempo, la espera y el instante, la fuerza amplificada que
obliga a redoblar el pulso y, en medio de los ruidos, a escuchar el paso
sereno de la vida transcurriendo en cámara lenta y en silencio. Leonel pinta con cenizas imágenes desprendidas del suelo,
levitantes, etéreas, y sin embargo ancladas a la
gravedad terrenal. Desde la abuela con la taza humeante de café, montada en
burro, en una atmósfera campestre, hasta el genial Pessoa jugando con sus
posibles existencias y sus autores-personaje frente al Tajo, en la Lisboa
nostálgica y alegremente melancólica, en sus estrechas calles con muros
decolorados y enfermos de salitre. La Ciudad Blanca de Alain Tanner con sus olores de
café y tabaco, con sus fados encalando las paredes
de la tarde. Qué otra cosa se percibe con mayor energía en ciudades como
Lisboa, Coimbra o La Habana sino el tiempo afantasmado, las ruinas del
señorío, las pavesas de un ayer que se actualiza en el arte y en los mitos. El placer de pintar sin las descargas edulcoradas del color, sin
alambicamientos figurativos, estridencias y saturaciones decorativas. Pintar
con el placer amargo de los negros y los blancos, con ocres y tierras que
hablan de la sencillez del pasado, de los recuerdos, de la luz con que los
muertos parlotean y vagan, de aquella Soledad de Maciel
en la Costa Grande de Guerrero donde es costumbre fabular
en la penumbra del ocaso, alrededor de las densas sombras de los puros
encendidos, con las tazas de café caliente, y la presencia de los ausentes en
cada sorbo y cada historia. Leonel rescata los
tonos matinales y las pinceladas plúmbeas de los días lluviosos alrededor de
los fogones interiores de las casas, en la infancia lenta y dilatada, en los
olores del trigo haciéndose pan o tortillas dulces sobre el comal de barro. Y
el café que empaña los vidrios de una niñez que viaja a través del olfato y
las visiones. No hay nada que escape a los apuntes del comienzo, a las obsesiones
primarias del artista que se inicia; hay una vuelta o un retorno inevitable a
los misterios de la creación. Ya en cuadros como Velorio de Anastasia
(óleo/tela, 1966), o El cuentero (óleo/tela, 1967), de la misma serie
y de la misma época, hay una fuerte inclinación por los colores tierra y por
los grises en escenas de ámbitos cerrados, pero con la diferencia de que las
texturas, logradas a base de gruesas plastas de óleo y collages
con fibras industriales, desaparecen y se transforman en superficies planas,
en veladuras, transparencias, tersas pinceladas que abrillantan las imágenes,
los motivos evanescentes que ya poco tienen que ver con el carácter
descriptivo y narrativo de otros momentos. El carácter anecdótico de los
cuadros mencionados se trueca en la síntesis poética de El velorio de Gelasio Trinidad Rosiles
(óleo/tela, 1973) o en Avril a los 15
años (óleo/tela, 1974). Piezas que se tocan con las de la serie de El
café por su levedad, por la capacidad de sugerir, más que contar. Ello nos
confirma que Leonel Maciel
dibuja y pinta voces y aromas. Leonel recrea en esta primera sección de la muestra, “El placer de lo amargo”,
los sentidos de una tradición que nació en África (en Abisinia, actual
Etiopía) y se asentó en Oriente Medio, cuando Mahoma recibió de manos del
ángel Gabriel una bebida oscura, tan negra como la Piedra Negra de la Meca,
que le devolvió la salud y la energía viril. El café animó y humanizó al
profeta. La infusión fue dada a conocer por los holandeses al resto del mundo
y el café se ha convertido también en el lugar de encuentro, en la tertulia,
en el refugio de los solitarios y los artistas, en restaurantes, en centros
nocturnos, en sitios para conspirar y soñar. Muchos ejemplos personales me
vienen a la cabeza. Por ejemplo, el café La Mansión en el Durango de mi
adolescencia, donde convivían sin reservas policías, reaccionarios,
comunistas, putas, homosexuales embozados, bohemios, alcohólicos y
guerrilleros frustrados, en un ambiente enrarecido y brumoso, semejante al de
La Colmena de Camilo José Cela; o los cafés de Derinia,
en la isla de Chipre: alrededor de una plaza dos locales ondeaban banderas
enemigas, pero en su interior se fundían dos idiomas sin resabios, no así los
nombres de la infusión hecha con la misma técnica y quizás con el mismo
grano, que responde a turco o griego según los colores de la insignia que ostenta
el edificio. El Café de Nadie de los estridentistas,
el Café Verlaine de los dadaístas, El Ágora donde
Juan Rulfo solía callar respetuosamente ante la
concurrencia que anhelaba, en silencio, escuchar el Tarot de sus relatos. La monocromía de Maciel
no lo aleja de su esencia, por el contrario, la reafirma, pues lo que domina
en su paleta es el calor de la tierra, la calidez costeña de su obra de los
años sesenta y principios de los setenta. La luz trasluce una ardiente bruma,
la niebla de un pincel en abstinencia de colores donde los vivos y los
muertos conversan desnudos, en grupos o en parejas, jóvenes o viejas. “La
luna en Cuernavaca” no puede contenerse, terminará bañando de color las
plantaciones y las atmósferas grises devendrán en explosiones de pintura
vegetal, onírica, y el fruto del “placer amargo” será un puntilleo rojo en
los lienzos iluminados por el trópico. 2. Carnaval y embrujos Antes de abrir la puerta que antecede a este remanso pictórico, a esta
fase macilenta, a este periodo macielento
de ensoñaciones y recuerdos bajo el efecto del café, debemos repasar de
manera fugaz las etapas que distinguen la fuente y el caudal creativo de Leonel. Dejemos entonces para el final una larga
reflexión sobre la serie de trece cuadros que constituyen variaciones sobre
el tema de la Crucifixión y un alarde técnico e imaginativo para tratar con
alegría la pasión y el dolor que nos clava con sus culpas a los maderos de la
cultura occidental. Desde su primera exposición individual en 1964, en la Galería Excelsior, en la Ciudad de México, Maciel
exhibió su vigorosa naturalidad, su capacidad para desprender de un universo
oral trazos e imágenes sugerentes, para volcar el mestizaje de sus orígenes
en un torrente perceptivo de formas actualizadas y modernas, para desvanecer
el rictus de la muerte con la mueca burlona e irreverente del desfiguro, del
exceso, de la fiesta, del color que se renueva en la gracia desbordada de los
artesanos de este país. Sin complejos fueron apareciendo afluentes de un
mismo río ante los muros de la Escuela Mexicana de Pintura y los códigos
europeizantes del Movimiento de Ruptura que no reconocen o pasan de largo por
la tradición artesanal y el folclore. En 1967, Leonel
estaba viajando a Reykiavik, Islandia, con sus cuadros de sol. La Isla de
Hielo no se descongeló ni etiquetó su obra como folclorista o mexicanista, simplemente la incorporó a sus asombros.
El carnaval va siempre en su caso ligado al hechizo, a lo demoníaco y a
la diablura, a la desacralización y a la ironía. “Cinco meses en el Cerro de
los Brujos” (1974, Galería Arvil, México, DF),
constituye una muestra de su empeño. “Cosas de niños” (1981, Polyforum Siqueiros) es la
exposición que pinta a Leonel como un buen
ilustrador de libros infantiles: El tren nocturno, La vieja que
comía gente, El mar, Sonidos y ritmos y Las frutas,
son algunas de las historias que se narran acompañadas de sus hermosas
acuarelas. Algún día habrá que reunir esos divertimentos, que Leonel asume con muchísima seriedad, para organizarlos en
una, seguro, exitosa y alegre exposición. Más que etapas, la trayectoria de Maciel
registra nuevos cursos, golpes de timón para alejarse de un estilo y
aproximarse más a él, más a su vocación rebelde e inconforme. Desde los cuadros
que acusan reminiscencia africanas, de una gran belleza formal (allá a
finales de los años sesenta y principios de los setenta), y que se ligan al
simbolismo cromático de cuadros como: Samurai (óleo/tela, 1972), y Ay
Padre, por qué me abandonaste en manos de esta bola de cabrones
(óleo/tela, 1971), al verdor delirante de Mira mamá, la chaneca ejtá pariendo a Bembo
Parota (óleo/tela, 1977) de proporciones murales, hasta el color
desaforado en su residencia en Tepoztlán en el
decenio de 1980 y principios de 1990, cuando anuncia que desaparecen sus
largos títulos que narran, o pretenden hacerlo, escenas que figuran anécdotas
resueltas con colores básicos. El arco iris se plasma en su producción:
personajes y objetos son cubiertos con fosforescencias y colorines
en franca provocación a todas la escuelas. A los
críticos les lloran los ojos y se ponen gafas oscuras para evitar el
resplandor meridiano, la incidencia playera del costeño. Leonel no se queda quieto y da lugar a piezas festivas y eróticas. De esa
incursión recuerdo las “Hamacas”, hechas en acuarelas y en papel fabriano de formato mediano. Algunos cuadros célebres por
su carga hormonal y sus delicadas composiciones, sus figuras de
amaneramientos bien dosificados y una paleta temperada y temperamental son: La
casa roja (óleo/tela, 1990), Mujer con calores (óleo/tela, 1991), La
casa verde (óleo/tela, 1991). De este cuadro derivan tres grabados serigráficos que Leonel había
titulado “Mujeres en el balcón” y que yo nombre “Las balconeadoras” . Fue para esa carpeta que escribí el texto que a
continuación reproduzco: 3. Las balconeadoras de Maciel
En medio del tráfago la mirada se estaciona en un costado de la prisa El
animal urbano se afloja la corbata de la ansiedad y husmea por las ventanas
abiertas Desde un balcón lo observa una mujer que representa la redondez de
la Tierra El trazo mundano que el ojo anima con la avaricia del tacto La
imagen se mueve y se detiene grabada para siempre en el papel El mirón se
siente espiado cautivo en la tentación que rezuma
el hueco curvilíneo precipitado en la tinta fresca que el creador depositó en la mirada Hay
una atmósfera de sensaciones amarillas rojas verdes que depuran el pecado del
color y refrescan el tejido carnal de la serigrafía Frente al balcón el
animal urbano es un pez
sorprendido
por el anzuelo del goce La Venus del balcón nace de la fuerza proveniente de
fuera Su gesto crece se alimenta con la fantasía del testigo Pareciera
evocar a Botticelli en la lejanía de la
inocencia desde el sabor de la voluptuosidad en su conjugación con el
lenguaje en la complicidad del técnico que tamizó la humedad de su
cuerpo y la conjugación visual de la alegría Balconeadoras
del alma del paisaje pintado por el entusiasmo de la sangre Allí están
deformadas por el equilibrio de la química amaneradas por la
agudización del deseo Finalmente vendría el viaje por Oriente con una larga estancia en Bali, donde pintó bajo los influjos de su paso por la
India y Nepal, Tailandia, Malasia y Filipinas. El teatro de sombras y la
pintura artesanal cuajaron sin esfuerzo en su paleta. Miguel Covarrubias es el destinatario de este homenaje (1995) en
el que predomina el ilustrador y el caricaturista, pero donde también aflora
a plenitud una poética del color y la forma, la delicada manera de rendir
tributo a la historia y al mañana. Como sea, Leonel
siempre retorna a Leonel, aunque ya no sea el mismo
el que lo espera ni tampoco el que regresa. 4. El vía crucis de Leonel Maciel El pintor se acerca a la escena y aguza el oído. La imagen murmura
algo, tal vez sea sólo el movimiento de los resecos labios que logran
despegarse uno del otro y lo que de ellos sale es un gemido, un sonido
gutural. El artista escucha lo que ve. La gravedad del mundo sobre la carne,
la culpa y el pecado hundiendo sus puntas en las sienes, los clavos cargando
el peso del sacrificio y de la historia, la cruz sosteniendo al hijo de Dios,
al nombre de Dios, al espíritu, a su imagen y semejanza que no mira al
creador, sino a sí mismo, al hombre, clavado con sus propias manos. El hombre
que tortura al hombre, creyendo que ha matado a Dios y con su muerte la
humanidad está ya redimida, sin comprender que sólo es cuestión de tiempo. Lo
que agoniza en la cruz no es Dios, es la vida, es el tiempo. Es éste el que
se desangra y el que abre los labios en señal de sed. En lugar de la hiel y
la cicuta, de la esponja y de la lanza, Leonel
extiende el pincel hasta la imagen y le pone el color en la boca. Ocurre la
disolución del rictus y se transfigura en sonrisa. Todo es cuestión de tiempo.
Leonel Maciel
retrocede el reloj de los acontecimientos y escribe el capítulo de La Pasión
con su propios argumentos plásticos. El Evangelio,
según el artista, sugiere un calvario diferente, una escenificación que vaya
de la cruz no a la resurrección sino a la duda, al final, que es el
principio, de la última cena. Propone una aventura cromática en donde el
humor desvanezca la gravedad del espíritu. Así, con la fiesta, el carnaval,
intenta ahuyentar la marcha fúnebre, la culpa de haber matado a Dios. Con
ironía nos revela que Él no padece por nuestra culpa, que Él simplemente no
sufre, goza de lo divino. Él no tiene prisa, es eterno. Nosotros somos los
que estamos preocupados porque matamos una y otra vez el tiempo, eso de lo
que estamos conformados. No hay nada más parecido a Él que la risa, la
sublimación, la plenitud, la generosidad para consigo mismo.
Es este cuadro hiperrealista el que da
inicio al vía crucis imaginado por el pintor a la manera de un carnaval, con
el que, como dijera Mijail Bajtin,
escribe la gramática jocosa de la vida, de otra vida. El pintor elabora el
discurso de la antisolemnidad, del espíritu festivo
que nos habla de que no poseemos sólo una existencia, sino muchas, tantas
como deseemos tener. Pero eso únicamente es posible en la medida en que
seamos capaces de reír, de festejar nuestros ideales, de crear las
condiciones para modificar lo real estático, lo que no presenta posibilidades
de renovación. Y este cuadro en especial parece acabar con la paciencia del
artista, quien después de cometer pecado de vanidad demostrando su
virtuosismo fotográfico y su dominio de la técnica, lo abandona, deja impresa
la sensación de que lo perfecto no es el camino a seguir, de que los cuerpos,
la figura, deben hallar en su disolución la forma cómoda de lo grotesco y lo
burlón. Lo apolíneo le resulta demasiado fácil, incómodo por su tendencia
conservadora, embalsamadora. Detener el gesto, la belleza, el signo, es
simplemente rendirle homenaje a la muerte. Leonel
busca lo contrario, pretende restarle seriedad a lo inevitable y evidenciar
que, si unas cosas se detienen, otras continúan su marcha. En sí, no hay nada
permanente en la naturaleza humana. Eso, para él, como creador, tiene mucho
de comicidad y de humor festivo. La cruz no es lo que pesa, lo que calan son
los filos, de siglos. No es pues la gracia virtual, divina, la que ha sido clavada en los
maderos, es el hombre, la carne. La conciencia cristiana es el gesto
congelado por el horror de su debilidad y su furia, de la piedad y el crimen,
de la fe ante la raíz de la duda, del poder ante el dolor ajeno. La tragedia
fue retratada con lujo de detalles y se repite una y otra vez hasta el
agotamiento. Es difícil que la parodia se represente allí donde la memoria
condena a los no nacidos, donde la vida empieza con el olor del Holocausto.
Poco a poco la perfección del drama le abre paso a la risa, el acartonamiento
de las formas desfiguran el rostro, la seriedad se vuelve patética y el humor
enciende la chispa del ingenio. La pasión del fanático y del tirano se vuelven materia deleznable, son el humus de la risa. El
pueblo es el que tira la primera broma, deformando las palabras y
actualizando la lengua. Lo viejo, lo caduco, es grotesco porque experimenta
interiormente el cambio, porque su metamorfosis es el anuncio de lo que
viene. La pasión es futuro, es esperanza, es gozo.
Si los gitanos de Machado piden una escalera para quitarle los clavos a Jesús
el Nazareno, Leonel le pone
unos más grandes, del tamaño de la risa, le quita las espinas, le abulta los
huesos, lo sustituye por un modelo adolescente con cara de preocupación
mirando a los espectadores. Entre ellos seguramente se halla Dios, divertido
ante su imagen y semejanza. El tema de la crucifixión o de la pasión cristiana no escapa a la
mayoría de los artistas y escritores formados bajo esta cultura. Entre los
segundos hallamos ejemplos como los de José Saramago,
Nikos Kazantzakis, Miguel
Ángel Asturias y Borges, quienes han dado algunas muestras de libertad
imaginativa para bajar a Jesús de su pedestal de sufrimiento y conducirlo a
la risa, al disfrute humano de su pequeñez y de su grandeza, de su naturaleza
imperfecta y finita, sobre todo en el caso de los dos primeros con novelas
como El Evangelio según Jesucristo y La última tentación de Cristo,
respectivamente. Por su parte, los otros dos bromean con la idea de que el
Nazareno es un usurpador o un falso mesías, pues en
un caso el verdadero hijo de Dios es El Maladrón
(de Asturias), Gestas, que continúa gestualizando
su aparente derrota, y Borges hace Tres versiones de Judas, para
darnos a conocer que es en éste en quien recae el verdadero sacrificio al
asumir el papel de delator, "el peor delito que la infamia
soporta", mientras el de la cruz se consagra en su imagen de víctima. Nick Cave escribe en el
prólogo al Evangelio de San Marcos que "Cristo fue víctima de la
falta de imaginación de los hombres; su tormento en la cruz tuvo por
instrumento los clavos de una creatividad entumecida." 5. La pasión Convertido en soldado romano, Leonel conduce
a sus personajes a través de trece estaciones de gran formato. Amigos y
compañeros de francachelas son llevados a la representación de un asunto
delicado y espinoso: La Pasión de Cristo. El pintor transita no sólo con el humor
y la comicidad, pues emplea una variedad de recursos que engendran dramatismo
y tensión en cada escena. La risa es motivada por la inteligencia y el
ingenio, con un ritmo que no permite que la gracia se petrifique en una risa
idiota, en carcajada inercial. La ironía es el solvente con el que Maciel combina los colores, ablanda la línea figurativa e
impide los grumos de la insolencia. Sólo el chiste que pretende matar el
tiempo es un cadáver de antemano, sólo la risa sostenida nace de la banalidad
y del sinsentido. El humor, como pasión, como disfrute y medio de renovación
proviene de la lucidez y del encantamiento, del arte y del sentido común, es
decir, de lo popular. Esto, Leonel, como todo gran
artista, lo transforma en obra maestra. La pasión del pintor en estas trece representaciones iconográficas se
despliega también a lo largo de la misma cantidad de exposiciones
estilísticas. Cada cuadro es recipiente de propuestas cromáticas, de
soluciones técnicas y de búsquedas formales diversas. No obstante hay un hilo
conductor, más allá de lo temático, hecho con los tonos muy personales de Maciel. La sensualidad del trazo y la escrupulosa
pincelada, la vibración de los tonos, la solución de las luces y las sombras,
el juego de los negros que saltan unos sobre otros hasta hacerse luminosos y
oscurecer a los blancos. Leonel matiza aquí,
recarga allá, despoja al color de sus atuendos y lo exhibe en su desnudez,
sin complejos. Hace acopio de todo su oficio, de lecturas, de charlas, de
encuentros y desencuentros, de sueños y realidades, de sensaciones y
reflexiones para volcarse en el lienzo de manera distinta, transfigurado y
sin dejar de ser él mismo. De la pintura casi fotográfica, en blanco y negro, en la que los
personajes constituyen la simbología y la composición expresiva del cuadro, Leonel pasa a un nivel de realismo disuelto en la acción
de los elementos, en la concurrencia de sus dinámicas que lo vuelven menos
representativo y sí más imaginario. Es el caso del banderillero crucificado
sobre la arena con tenedor y cuchillo, en cuyo rostro cetrino hay un gesto
acongojado, o mejor aún, acojonado por el color
sangriento que fondea la escena. El espectáculo se completa con la presencia
de una bailarina y un practicante de las artes marciales. La estética del
deseo y de los instintos que Francis Bacon
cultivara descarnadamente, es enfundada por Maciel
en traje de luces, como llaman en el medio taurino al vestido de los
matadores. La danza de los personajes no logra reducir el humor ácido con el
que el artista ha clavado al comensal en el lienzo. El realismo evoluciona hacia el desfiguro, hacia lo grotesco: "la
degradación de lo sublime", según Bajtín.
Recordemos que en el siglo XV fueron descubiertas unas pinturas murales en
los subterráneos de las Termas de Tito, en Roma. La decoración de los muros
consistía en formas fantásticas de la naturaleza, hombres, animales y
vegetales en un solo monte imaginario. La metamorfosis implícita en sus
existencias eternamente inacabadas e imperfectas es parte de su razón de ser.
Las pinturas fueron llamadas grottescas, palabra
derivada del italiano grotta (gruta), por el lugar
donde fueron halladas. Lo grotesco era sinónimo de un juego ornamental y de
libertad artística en la que no se perseguían las proporciones de la naturaleza
ni la imagen clara del mundo de los objetos. Lo grotesco fue empujado hacia
su propia caricatura, pero ni así pudo ser eliminado; por el contrario, cada
día se parece más a la realidad. En aquel cuadro de 1971, titulado "Ay padre, por qué me abandonaste
en manos de esta bola de cabrones", Leonel
comenzó a concebir varias de las imágenes de su vía crucis carnavalesco, o de
la Risa Pascual, como llamaban en la Edad Media a las recreaciones festivas e
irreverentes de las sagradas escrituras. El Cristo apenas figurado o
desfigurado, hasta casi desaparecer en la abstracción del color y la textura,
es el que evoca con mayor fuerza a aquella masa de óleos que estrujan la
mirada y sobrecogen al espectador, sin importar si entiende o no sus
significados, pues el efecto inmediato es en los sentidos, directo en el
corazón. Con una factura distinta, el pintor resuelve la atmósfera ósea de
otra crucifixión emparentada con los zompantlis de
los mexicas. A base de óleo y polvo de mármol da
relieve a la figura del personaje negro que yace en posición de cruz. Como el
pan de muerto, en forma de fémures y tibias, Maciel
logra imprimir al esqueleto una ambigüedad de sepulcro y de repostería. El
patetismo de la figura oscura sobre el rojo intenso se desborda en el exceso
de las calaveras a los lados y en los huesos que asoman en la superficie. El
horror se trueca en suculencia.
El monero que lleva adentro el pintor da
rienda suelta a la caligrafía de lo jocoso, de lo humorístico, al rodear a
Cristo de personajes y diálogos que hablan de una situación festiva. ¿Una
caricatura de su propio trabajo, de los retratos en los que el joven Miguel Angel Muñoz es la representación de Cristo? Entre los
ocres, la línea de la historieta aflora sin complejos, como tributo a la
risa. De allí a la infancia sólo hay un paso, y lo da. Leonel
libera a su espíritu de niño y provoca una atmósfera colorida. No obstante,
los motivos desgarran por dentro la conciencia infantil de un mundo
atormentado por los significados de la cruz. La travesura formal pasa por los
contenidos. Maciel se adentra en lo naïf como quien da un paseo por el campo. La tierra
pródiga es el crucifijo alegre donde coloca el caserío, el vitral campestre
en donde habita la felicidad pueblerina. Lo figurativo comienza a hundirse en lo abstracto. La geometría y el
color son equitativos con lo primero. La estaca que perfora al cordero
atraviesa círculos concéntricos y la sangre que derrama el animal sacrificado
es la misma mancha roja que desangra al círculo. Una figura militar, aún
caricaturesca, apunta a la cruz con el índice. Verdes, morados, rojos,
amarillos, ocres y negros vibran en el dramatismo de esta iluminación que
liga a la fe con el poder y la fuerza. La abstracción emerge desde el fondo con sus texturas nacaradas,
verdes, violetas y naranjas o salmón. Los cuatro colores equilibran el arriba
y el abajo, el izquierdo y el derecho, los cuatro puntos cardinales, las
áreas X y Y, las estaciones del año, los colores
básicos, las extremidades del cuerpo, las cuatro cavidades cardiacas. La
textura y el color predominante en cada área sobre capas inferiores de otros
tintes compiten con sus vecinos y demarcan sus fronteras, por contigüidad
emerge la señal. Pero Leonel pone y el público
dispone. Finalmente un ángel robusto aparece con tonalidades otoñales sobre una
atmósfera confeccionada con verde báltico, cepia,
ciena, azul y negro. Su fuerte figura es mostrada
en toda su orfandad, hermanada con la fragilidad humana, sometida a la
impotencia y a la inmovilidad, como una mariposa ensartada con clavos en
alas, pies y manos. Una vez más, Leonel echa mano
de sus recursos plásticos para generar la paradoja visual, el follaje naranja
de las alas, como el de la cabeza, impone una sensación de gravedad. El ángel
conoce así la pesadez humana. Aquí el humor, la risa pascual, se desvanece.
La mirada comienza a adquirir cierta nostalgia. 6. El hombre Leonel ha establecido en
esta serie de trabajos de gran formato una lucha contra el tiempo. Es la
obsesión que cuchichea entre los pliegues de la obra, entre los silencios
internos de cada cuadro y en el murmullo sigiloso que pasa o salta entre
pieza y pieza. Respira, está vivo, pero dilatado y preso en la transparencia
de un Ángel exterminador que lo condiciona, que lo clava a la circunstancia o
al gesto. No es en los materiales, en los instrumentos o en la técnica donde
encuentra el artista la mayor resistencia, es en el tema mismo, en los
significados de un símbolo construido contra la temporalidad. El miedo, la
culpa, el terror, la impiedad, el pecado, el dolor han sido crucificados en
el mito para que no los borre la historia, y él no está fuera del cuadro. Por eso "La última cena", en donde aparece el personaje
vestido de blanco, con corbata vino y vino en la copa, es el cauce que
desemboca en el océano de la incertidumbre. Perplejo, el hombre mira al
público, interrogante. ¿Quién pregunta a quién? La luz concentra su haz sobre
la figura que permanece estacionada en un instante o en una vida. El, como
nosotros, desconoce el siguiente paso. ¿Habrá siguiente paso?. Terminó la fiesta, el carnaval, la
transfiguración, la risa, lo grotesco recoge sus líneas y adquiere la
proporción natural de las cosas. La atmósfera claroscura,
rembrandtiana, intensifica la angustia, ignoramos
el tiempo, si es de día o es de noche. Tal vez ello carezca de importancia,
lo que interesa saber es lo que sigue. La soledad y el vacío se nos echan
encima a través de la gestualidad y de su entorno.
Algo concluyó, eso es seguro, pero ¿quién nos revelará el siguiente
movimiento, la decisión interna de este personaje? Los elementos para
responder están allí: una copa en la mano, una soga (la de Judas) y un
ascensor o descensor. Leonel termina su Via crucis como un buen cuentista, con un final abierto,
con el silencio. Como el protagonista de El Sur, de Borges, sólo vemos
el horizonte abierto y fascinante que contempla Juan Dahlmann
al salir del boliche con una daga en la mano a batirse contra un cuchillero,
el gaucho que habrá de decidir su destino. Sólo la profundidad del tiempo, el
paisaje desolado, como en el principio o en el fin de este mundo, pero bajo
la mirada de algo parecido a dios o a la víctima de Él. Leonel es como todo autor,
su misma mirada, su propio engendro. Él es también el personaje que concluye
un camino, una obra extenuante y se interroga qué sigue, y como no lo sabe,
coge su equipaje y sale a la aventura sin buscar nada particular, salvo la
vida. Es él quien nos contempla, perplejo de su propia obra, y es él quien dará
la respuesta si apura el vino que sostiene entre sus manos o lo deja a un
lado, si emplea la soga de Judas por jugarle rudo al Maestro llevado por la
culpa o si abre la puerta del elevador, si sube o si baja. En esta galería de estilos y posibilidades pictóricas, los grandes
lienzos de Leonel despliegan una fuerza inusitada,
un esfuerzo colosal -- que siempre dirá él que es un simple recreo--. Es la
elaborada imagen de un grande de las artes plásticas, que yo no puedo dejar
de anunciar como uno de nuestros mayores artistas. No es esta muestra un
ejercicio o un ensayo pedagógico de cómo puede descomponerse una tema
pictórico, sino un viaje lleno de evocaciones y sugerencias, un relato de
humor a través del tiempo, un mapa de la cristiandad donde el dolor y la
tortura, el pecado y la condena no son del color con que se miran, sino de la
forma como vemos. La fortuna del arte es justamente ver de otro modo al mundo
y en ese sentido hacerlo diferente, con cosas de otro mundo, del más acá con
todo y más allá. Simbolista, hiperrealista,
figurativa, abstracta, expresionista, tropical, nacionalista, folclórica,
universal, todo y nada, simplemente es la obra de un auténtico creador. Quienes conocemos a Leonel sabemos que su
mundo, más que anárquico, es libertario, nació artista y se hizo artista. El
arte está por encima de él. En ese sentido, el tiempo y el trabajo no existen
cuando la actividad consume días, meses, años; es la creación, el trance de
la luz, el trazo, la revelación del color y de la imagen. Como Gauguin, intenta pasar por buen salvaje, pero su avidez
por la lectura y el gusto refinado por los placeres gastronómicos, por la
charla, por la puntualidad y la palabra, por lo formal, confirman sólo su
gusto por lo anecdótico y el mito. Leonel es un
personaje, es cierto, con acento local, costeño, pero es un artista culto,
cuya obra tiene una dimensión universal, una personalidad cosmopolita. La "Pasión de Leonel", no puede
negarse, transita por muchas lecturas y asomos a la historia del arte, en
particular de la pintura. Doré, Bruegel, El Bosco, Goya, Durero, Dalí, Gauguin, Balthus, Miguel Covarrubias, los muralistas mexicanos ¿cuál de ellos no
ha sido visitado? Pero ninguno tiene la intención de transfigurar el símbolo
más opuesto a la risa, la cruz, en un movimiento de resurrección constante,
de revitalización perpetua, y que la carne torturada ya no sea tal, sino la
forma y el recipiente festivo de los humores. Como Rius
en su libro contra las mentes cerradas, Con perdón de Doré, Leonel ha elaborado, con perdón de la Semana Santa, su
propia versión jocosa de los acontecimientos.
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