A TELÓN ABIERTO
Mario Monteforte Toledo
Hay muchos pintores o pocos, según se
vea. Hay pintores que son uno y pintores que son varios, distintos, con el
único lazo de encontrarse juntos en el mismo sitio, como los que esperan el
tren. Maciel es uno, solo, completo, con todo y
sus monstruosidades y sus divinidades, sus ternuras y sus desapegos de guardaforos, autoconsumidor
de la vida y de los alimentos terrestres y celestiales.
Esto pareciera hacerlo fácil de
clasificar; pero resulta todo lo contrario. También son solos el volcán, el
ave del paraíso, el pescado japonés de casa real, el arcoiris,
el acertijo que sólo pueden armar los niños o cada indio borracho que llora
en la cumbre donde se le perdieron las cabras, cada hombre que despierta
con soluciones inservibles pero suficientes como para no consultar con
nadie adónde va.
Uno sabe inequívocamente qué es la
pintura de Maciel; pero no podría explicarlo, o
al menos explicarlo sin que al día siguiente el esfuerzo perdiera todo
sentido. No: Maciel no es clasificable.
Comenzando por lo que antojería más próximo, no
es surrealista ni expresionista ni tradicionalista ni abstracto de alguna
capilla; es pintor. Bueno; ¿y qué es eso? Pues uno que pinta como quien
respira, sin ruido -la respiración es lo más íntimo que tiene un ser
humano. Pintar así transpira alegría, ganas de bailar y de decir malas
palabras como en dieciséis de septiembre. Imposible suponer que Maciel sufre para crear, como nos complace decir sobre
bastantes artistas y escritores.
Un constante desborde de sensualidad
conjuga formas, colores, ideas, ritmos, biografía de instantes o de siglos,
todo en meticuloso desorden y sin embargo armonioso, siempre en riesgo de
convertirse en corriente transitiva, preciso a lo largo de rutas inesperadas
como los trazos de las estelas y los frisos indios.
Aquí no hay pugna entre lo casual y lo
voluntario, lo onírico y la vigilia, lo que es y lo que debe o puede ser;
porque el arte vive, igual que las palabras, y se va diciendo a sí mismo,
creyéndose a sí mismo, eco de sí mismo.
La pintura de Maciel
estalla hacia afuera y hacia adentro.
No es objetiva, pese a los adornos
entusiastas que lleva hasta en el marco, a veces sin enriquecer el mundo
plástico de adentro, ya de por si complejo. Las figuras no se caen porque
se mueven constantemente. Este rasgo dancístico,
ritual, sólo se ausenta de su obra cuando el tema es acontecer lírico,
momento perdurable.
Y hay algo más, mucho más, en ese
inagotable material que comenzó a salir hace años y sigue brotando con
tenacidad de erupción, geisero o plenitud de masa
de petróleo rebalsado de sus clinales. Esa lava
ardiendo lleva chispas con ganas de mostrarse y capacidad de iluminar la
noche y el día, porque despiden luz del sol y de gracia. El contenido tiene
la pluralidad de las historias orales, de esas que duran más de mil noches.
Está hecho en varios planos y en varios tiempos; es muy viejo y muy nuevo,
pesa y vuela, pertenece a la época de la onda y la de los códices, al
inteligente informalismo de lo popular y al rigor
de lo pensado y estudiado. Este rigor se percibe no obstante el cuidado que
pone Maciel en escamotearlo.
Y quién sabe cómo, todo es alegre: el
amor y las lágrimas, la aurora y la muerte, los rituales nocturnos y las
ceremonias propiciatorias, las cosas por halladas o perdidas. La sonrisa,
la ironía son indispensables en cualquier obra, por dramática que se
conciba. Para que una obra se sostenga como seria se requiere su
contrapunto interior. Esto lo sabe Maciel con
naturalidad cuya hondura le viene de sus avenidas sangres indias y negras y
chinas y mestizas. El duende, el Puck, el Ariel
son clientes habituales de la obra de Maciel y
muy a la mexicana, conspiran para derrotar a la muerte. Maciel
encuentra los velorios tan animados que hasta le gustaría ser el muerto.
Dice: "Quiero un entierro con tambora, faroles, mucha baraja, albures
y comilona; ya dejé para los gastos. Lo administrará la mujer que ame a esa
hora".
Estoy escribiendo un libro sobre Maciel y empecé por viajar adonde dejó enterrado el
ombligo y a sus lares de juventud. Nació en
"Soledad de Maciel"; ya no es pueblo
sino un lugar con rumores de muerto que harían la delicia de Juan Rulfo. En toda esa costa raparon la selva; sólo quedan
leyendas, ya no se sabe si originales o inventadas en los ocios de los
costeños. A veces los personajes de esta cuentística se ven forzadas a ser
lo que dicen que es. Con la gente de Petatlán
aprendió Maciel la alegría de vivir, la verdad de
lo imaginado, el amor por el trabajo que a uno le gusta y el desprecio por
el que no le gusta, el tener a honor atender y procurar comprender a los
que llegan por mar o por tierra. Curiosamente, en los cuadros de Maciel hay referencia al agua, pero muy poco al mar (el
barroco portugués, el manuelino, está poblado de velas, gavias, cables,
áncoras y gaviotas); su arte es interiorano, pero no provincial sino
referido a grandes y viejas culturas. Su discurso plástico está expresado
en una lengua moderna y pertenece, definitivamente, al ámbito de la ciudad.
Características modales del arte de Maciel son
fundir lo popular con los altos estilos contemporáneos, llenar la brecha
entre lo misterioso y lo accesible, hermanar lo poético con lo antirromántico, lo que divierte con lo que hace pensar.
Todo es demasiado elaborado para no
suscitar la tentación de tomar Maciel por
intelectual. Nada más erróneo; tiene la espontaniedad
de los caballos sueltos, la capacidad de inocencia de los niños y la
desinhibición de los negros. De hecho, sólo un anti-intelectual
puede generar una pintura como la suya, tan visceral y tan profundamente
enredada en las entrañas populares.
Hay pintores que encuentran pronto la
forma, el color y la temática sobre lo que van a trabajar toda su vida; el
ejemplo sería Tamayo. Hay otros que se la pasan de búsqueda en búsqueda,
sin desvelarse por el encuentro; el ejemplo sería Kandinsky.
Y hay otros, especialmente afortunados, que temprano encuentran un mundo
plástico inacabable del que fluirá impetuoso el torrente o manso el
surtidor para beber agua limpia; ejemplos serían Maciel,
Toledo y ese nunca bien llorado colimense Alfonso Michel,
que los círculos intelectuales mexicanos, con retardo típico, acaban de
descubrir.
En estos tiempos de tránsfugas,
rectificados y abjuradores de lo que son o deberían ser, un arte como el de
Maciel reafirma sobre la tierra y revive la fe en
los eternos valores del país, y no sólo los de la plástica sino los de la
cultura en general. Porque este trabajo resulta, ante todo, una expresión
global de cultura. Aquí no hay folklore, chauvinismo ni mensajería obvia.
Este es arte barroco mayor que incita a pensar y a sentir alborozadamente
cómo enriquecer el conocimiento de la sociedad y la solidaridad con lo
mejor que es y ha sido.
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