"Soriano
incurso" Por:
Olivier Debroise Periódico:
Reforma, Fecha: Lunes, 10 de julio del 2000 Los
homenajes nacionales solían administrarse en el Palacio de Bellas Artes, pero
tal parece que los augustos mármoles no estuvieron disponibles para la retrospectiva
de Juan Soriano, o se destinan a más nobles misiones. Enhorabuena: si bien la
geometría arquitectónica del Museo Tamayo, las fugas y bruscos cambios de
escala entre sala y sala, no siempre favorecen la lectura de las obras, en
esta ocasión permiten revisar precisamente la carrera del más terrible de los
enfants terribles de la plástica mexicana de
mediados del siglo veinte, iniciando con los retratos de amigos, compañeros y
(posibles) mecenas, y las mórbidas elegías de
la época de guerra, destacando en las estrechas salas de la entrada sobre un
fondo de elegante gris rata (color distinguido en decorados de interiores en
la época en que se formó Soriano), saltando de repente, en las más amplias
salas de la planta baja, a las luminosas composiciones geométricas, los
retratos verticales de Lupe Marín al final de su primer periodo mexicano, a
los "Apolos" romanos, las festivas
calaveras, y luego las pinturas deslavadas, los paisajes sintéticos,
nostalgias desreferenciadas de los tiempos
parisinos (que más vale llamar el periodo "Boulevard Saint Martin"). Y las esculturas, que son muchas. Tal vez
porque fue destinado, en su origen, a la obra de Tamayo que, generación de
por medio, sigue hasta cierto punto un trecho histórico similar, el museo se
antoja recinto adecuado para este indulto público en los ochenta años de Juan
Soriano. "Indulto",
porque tal parece que Juan Soriano necesita siempre que se le perdone algo.
La fama temprana, quizás, lograda desde la adolescencia, cultivada por los
mandarines desencantados por los mexicanismos, desde Villaurrutia
hasta Octavio Paz pasando por Inés Amor, o la desfachatez del efebo mimado
por los barones de las Lomas (de "cachorros de la Revolución"
habían pasado a crear linajes) que celebraban sus procaces
insultos y públicos meados en orgiásticos fines de fiesta tequileros.
Ya en 1945, Salvador Novo comparaba a Soriano con el Conde de Luxemburgo,
personaje de la opereta homónima de Franz Lehár y epígono del advenedizo que se vale de una
ascendencia ficticia, y de gracias físicas y verbales, para hechizar a toda
Viena. La "galería de retratos" con la que abre la exposición en el
Tamayo, acredita esta irrupción inaudita de un pintor prodigio, con escasa
formación: la afectación y la cursilería, el halago fácil del modelo trémulo,
dejan entrever, sin embargo, perversiones irreconciliables. Desde el inicio,
desde su presentación en la ciudad de México, promovida por María Izquierdo,
Lola Álvarez Bravo y la intelligentsia tapatía que
detrás de Chucho Reyes refugiaba sus extravíos en la capital, Soriano
despertó pasiones y odios irrevocables. Los equívocos arcángeles en cielos
incandescentes inflamaron a más de un pintor (y le valieron a Inés Amor
serias altercaciones con sus artistas). Con la distancia, me parecen dulces venganzas
de un exasperado que se debatía entre la buena conciencia real-socialista y
las seducciones de un surrealismo comprendido como fatalidad de la
"escuela mexicana": teatralización freudianamente correcta de una burguesía mexicana que
encontró en el axioma de Breton la justificación
última de la venalidad, la arrogancia y la chabacanería. El dilema (o,
quizás, valga decir la cruda) de Juan Soriano reside probablemente en una
antipatía fundamental: odio de clase revuelto con un provinciano sentimiento
de inferioridad intelectual y una infeliz relación a una sexualidad vivida de
manera tórrida y afirmativa en los núcleos que así lo permitían, pero siempre
en conflicto con un ideal de hedonismo cándido. Esta incompatibilidad entre
excesos nocturnos y ensueños virginales, rara vez expresada, queda muy clara
en la "cruda moral" y los desagravios finales de las memorias
recopiladas a través de los años por Elena Poniatowska
(Juan Soriano, niño de mil años, 99). Algunos de los cuadros elegiácos (La playa, por ejemplo, o los sepelios
paradójicamente festivos) ofrecen quizás las claves de esta necesidad de
revancha; el bufón de todas las fiestas de México no tiene otra salida que
hundirse en la desesperación, o ridiculizar por despecho a los
"sinvergüenza hirviendo de sexo" que facilitan sus excesos.
Desgranar sus diurnas afinidades angelicales y sus diabólicos desdoblamientos
en las noches del Leda, fue para Soriano un saludable ejercicio de buen
humor, y una cura más necesaria que el menudo hirviente en amanecer lívido. En
1941, Octavio Paz describía a Soriano: "Niño petrificado consciente de
su niñez". En los cincuenta, Novo le seguía diciendo "Juanito" y, aún ahora, Poniatowska
reincide con su "niño de mil años". Soriano se deslindó desde sus
inicios de lo que, no obstante su diversidad, se llamaba "escuela
mexicana" (lo "fantástico", en su obra, proviene de una
tradición europea y medieval, que él y Julio Castellanos introdujeron en la
iconografía local y se confundió en lo nacional). Encarnó, sin embargo, después
de Abraham Ángel y los "niños" ramosmartinistas,
esta supuesta inocencia que aclararía al país joven -dándole aires de permisibilidad que lo distinguirían. La rabia, quizás,
del que no dejaban crecer, derivó en iracundas cariátides fragmentadas, en
apologías falócratas, destinadas a invalidar un cliché que ya no correspondía
a su personaje, a probar que había madurado física y profesionalmente. Pero
nadie le hizo caso. Si de chiquilladas se trata: en años recientes, aun
cuando se presenta "reconciliado consigo mismo", Soriano no resiste
el pícaro deleite de regar los hogares del México fino con variaciones
tridimensionales y multicolores del "gallito inglés": varias
docenas de estos pajarracos cacarean en las salas del Tamayo, exhibiendo los
nombres de los felices propietarios |