Francisco Zúñiga, un escultor universal
por Andrés Saborío-Bejarano
Lo importante es que la obra salga a la
calle
y se ponga en contacto con la gente.
Francisco Zúñiga, 1955.
José Jesús Francisco Zúñiga Chavarría,
mejor conocido como Francisco Zúñiga, nació el 27 de diciembre de 1912 en
Costa Rica.
Después de radicar y desarrollarse como escultor, litógrafo y dibujante en
México, se naturalizó orgullosamente mexicano en 1987, posiblemente
satisfecho del desarrollo de su potencial hacedor en esa imponente nación de
avanzada, o bien, guardando resabios del maltrato sufrido en sus primeros
años, por parte de conciudadanos ticos: Ignorancia de su valor en el medio
artístico, burlas y críticas mal intencionadas hacia su obra, destrucción de
una pintura sacra suya realizada en una pared de la Iglesia Santa Teresita y
otras circunstancias… No obstante, ya consagrado universalmente, con humildad
y cariño hacia la patria que lo vio nacer y como testimonio de su
extraordinario talento creador dado por Dios, vino ocasionalmente para crear
y dejar grandes obras en suelo costarricense.
Josefino y nacido en la primera década del siglo XX, este personaje comenzó
su vida artística al lado de su padre, Manuel Zúñiga, como ayudante en un
taller de escultura religiosa.
Cuando contaba con 15 años, comenzó a llevar clases en la Escuela de Bellas
Artes, hoy Escuela de Artes Plásticas de la Universidad de Costa Rica, con
Tomás Povedano, y en 1928 participó por primera vez
en los Salones Anuales de Artes Plásticas que organizaba el Diario de Costa
Rica. Esos años de competencia y producción constante fueron, en buena parte,
producto del apoyo del inolvidable Teodorico
Quirós. Practicó la pintura, el dibujo, el grabado y, sobre todo, la
escultura. Pero quien más estuvo junto a Zúñiga en esos juveniles años, fue
Juan Manuel Sánchez. Con él iba a la Biblioteca Nacional y visitaba la casa
de don Joaquín García Monge para estudiar las
tendencias modernas y mantenerse al día con los artículos de algunas
revistas, como por ejemplo las Crónicas de Alejo Carpentier
sobre artes plásticas y música que se publicaban en Forma.
Juntos también, Juan Manuel y Francisco visitaban con regularidad las salas
del Museo Nacional, donde se deleitaban viendo las figuras femeninas de la
fecundidad, de origen huetar; las vasijas polícromas, los objetos de piedra. Todo ello les
impresionó mucho y poco a poco se fueron enriqueciendo estéticamente. Ese
gusto y sapiencia por lo indígena se vino a reforzar en Zúñiga a partir de un
encargo que le hizo don Jorge Lines, quien había
encontrado una serie de vasijas y metates precolombinos. Lines
le pidió que le dibujara algunas vasijas, en tamaño natural, en acuarela.
Zúñiga realizó unas 50 copias. Poco después, él y Juan Manuel conocieron un
movimiento que se había desarrollado en Europa diez años atrás, influenciado por el arte negro, en que predominaba la
talla directa. Comenzaron entonces a tallar piedras sobre todo con temas de
animales.
Estas experiencias llevaron al despierto Zúñiga a desarrollar temas basados
en raíces mesoamericanas. Su temprana producción refleja ese gusto por lo
indígena.
La controvertida obra de la “Maternidad” representó para Zúñiga muchas cosas;
con ella tuvo la conciencia de lo que él recreaba y lo que quería, sobre todo
cuando escuchó a un escultor costarricense formado en Italia decir que su
obra parecía “una india chorotega”, lo que era sinónimo de “feo”. De esta
manera, el artista siempre consideró que, a partir de esta obra, se dio el
eslabón que lo llevaría a representar la raíz del ser mexicano, que para él
es la misma del ser latinoamericano.
La obra “Maternidad” o “Monumento de la madre”, mereció la más alta
distinción en la exposición de arte centroamericano que tuvo lugar en Costa
Rica en 1935 y donde se provocó una exaltada polémica alrededor de la obra.
Por fin las voces se aplacan y la escultura se olvida en una de las bodegas
del Teatro Nacional, hasta que el Dr. Peña Chavarría la rescató para colocarla frente a la
Maternidad Carit, en donde está. Con el tiempo esta
obra combatida se volvió buena y cuando Guido Sáenz como Ministro de Cultura
quiso retirarla del lugar donde está para situarla en el césped de la
Biblioteca Nacional, la piedra se hizo más inamovible todavía, por la
voluntad de los médicos de la Maternidad.
En esta obra de Zúñiga se definen ya las características de toda su plástica;
una honda ternura recorre la piedra y hay una voluntad de síntesis en el
ritmo de su poderoso volumen.
En 1936, a sus 24 años, hizo un intento por viajar a Europa, pero la Guerra
Civil de España se lo impidió. Optó entonces por viajar a México, donde 10
años después levantó su primera obra monumental de escultura en la presa de Valsequillo, en Puebla. Esta obra es una alegoría en
piedra, muy grande, de seis metros de altura, compuesta de tres figuras que
representan a la cosecha, al agua y al obrero, y con una cabeza del
presidente Ávila Camacho –de unos cuatro metros de altura– realizada en
bronce y adosada a la roca.
Un año después, en 1947, se casó con Elena Laborde,
con quien tuvo tres hijos, Ariel, Javier y Marcela.
Francisco Zúñiga dedicó sus primeros años de residencia en México a la
escultura monumental. Recién llegado colaboró con Oliverio Martínez en las esculturas
en piedra del “Monumento a la Revolución de 1910”. A los 26 años, Zúñiga fue
nombrado profesor de escultura en la entonces Academia Nacional de Pintura y
Escultura, antigua escuela “La Esmeralda”. Por esas aulas, pasaron discípulos
que llegaron a ser significativos artistas, en grado local, como el escultor
tico Carlomagno Venegas y, a nivel internacional, como el pintor americano
del expresionismo abstracto Jackson Pollock, matriculado oficialmente en el Instituto de San
Miguel Allende, en Guanajuato. Paralelamente a su labor pedagógica, Zúñiga
aprendió en el taller del escultor Guillermo Ruíz a
trabajar la escultura fundida en bronce.
En 1951, se le encomendó el trabajo del Monumento al poeta López Velarde, en
Zacatecas y, al año siguiente, los relieves del Banco de México, en Veracruz.
Estos representan la riqueza del Estado, y están acompañados de un grupo
escultórico grande, de nueve metros por tres y medio de alto. Este grupo
representa “La Riqueza del Mar”, que es como se titula la obra, y está
constituido por unos pescadores que, con sus redes, van sacando a una mujer
desnuda. Esta obra le dió mucho prestigio en aquel
momento, incluyendo la encomienda de una escultura de mayor importancia aún:
La de la “Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas” (SCOP), cuyos
trabajos comenzaron entre 1953 y 1954.
Del pintor Manuel Rodríguez Lozano, inteligente y cosmopolita opositor del
movimiento muralista, Zúñiga recibió algunos de los conceptos estéticos que
le ayudarían a liberarse de la sombra omnipresente de Ribera, Orozco y Siqueiros. El muralismo mexicano, representativo de un
movimiento artístico desarrollado con una definida orientación ideológica de
exaltación nacionalista, usa un lenguaje abigarrado y tremendista, como
indicativo para expresar un arte revolucionario. La influencia de Rodríguez
Lozano actuó sobre Zúñiga como un acicate que lo condujo hacia una concepción
del arte más austera, pero también más ambiciosa y refinada que la que
privaba en aquel entonces en México.
Pese a que recibió cada vez más importantes encargos de escultura monumental,
no abandonó su obra personal. En 1943 el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió, para la colección de arte latinoamericano,
su “Cabeza de niño totonaca”.
Por más que hoy podamos considerar secundaria la producción monumental y
pública de Zúñiga dentro del contexto de su obra general, no hay que olvidar
que, durante muchos años, los monumentos fueron en cierto sentido el eje
alrededor del cual giró la carrera de este artista.
La temática de la obra de Zúñiga hurga más atrás en la historia de México,
hacia los tiempos precolombinos, o bien como en “La Juventud” y en las
fuentes del Nuevo Chapultepec, se proyecta hacia el
futuro con un desenvuelto optimismo.
Zúñiga no abandonó prácticamente nunca la escultura monumental, prueba de
ello de 1976-1977, son su “Monumento al Agricultor”, que se encuentra frente
al Aeropuerto Internacional Juan Santamaría y el grupo escultórico “La
Familia” del Instituto Nacional de Seguros, ambos en Costa Rica.
El “Monumento al agricultor” es un genuino tributo “Al campesino y al
obrero”, un verdadero homenaje al labriego sencillo de nuestro Himno
Nacional, al varón, a su mujer e hijo, costarricenses, eternizados en el
bendito y honesto instante del trabajo de cada día.
Por otro lado, “A la familia” es todo un símbolo, también en bronce, que
expresa el ideal fraterno de amor, paz y esperanza de la prosapia universal;
y con el trabajo que dignifica al hombre, se encuentra su esposa abrazando al
vástago.
Entre 1955 y 1957 se da un período crucial en el desarrollo de la obra
personal de Francisco Zúñiga. Si bien el artista ya había explorado con
interés y acierto el desnudo femenino, en particular el de la mujer indígena,
ahora este tema se proyecta hacia una nueva dimensión, dentro de la cual se
producirá lo más significativo de su quehacer en adelante: La robusta mujer
mexicana –su cuerpo ensanchado, hiperbolizado, expuesto– es un arquetipo que
se anima, y sus diversas posiciones y actitudes se convierten en un lenguaje
ante el cual pierden significado las palabras metafísico, formal, espiritual.
Es el desarrollo mismo de la materia el que entra a estudiar Zúñiga en estas
obras. De allí su naturaleza polisémica, la amplia
variedad y riqueza de sus significados. Materia es el planeta, es el
continente o es la patria, es el pueblo mexicano y es la madre, la amante, la
nube y la vida. Cada forma es un signo vinculado a la tierra y, al mismo
tiempo, a lo más elemental y profundo del ser humano.
Su patrón creacional consiste en verter contenidos
indigenistas dentro de diseños tradicionales, sintetizando la forma y
monumentalizando la armazón anatómica. En este sentido, llaman la atención
algunas estructuras de mujeres nativas, por el pequeño tamaño de la cabeza en
relación a la gruesa masa corpórea, que catalogo como su encuentro con la
corriente precolombina americanista en aras de un estilo vital y personal.
Así, el mismo artista ha impreso en todos sus trabajos escultóricos las
propias huellas digitales de los dedos de sus manos, al modelar primeramente
las figuras de la arcilla al yeso, para que luego sean “chorreadas” en bronce
o resina.
El producto final de cada pieza original de este genial maestro no es un arte
de apariencias ni superficial, es un arte auténtico y grandioso.
La escultura de Zúñiga posee la monumentalidad y peso de la prehispánica,
unidos a un vigoroso sentido de lo esencial, de lo que hay que eliminar en
las formas destinadas a vivir en medio del espacio, a “ser” en cada ángulo,
en cada curva, en cada volumen. Viendo estas figuras se siente que el arte
es, en gran medida, la facultad de saber qué es lo que sobra. Para decirlo
con las mismas palabras de Thornton Wilder, el arte es “una infinita serie de elecciones”.
Por otra parte, hay que aclarar que el concepto “monumental” empleado en toda
la producción creativa de este artífice, no se refiere a la dimensión
exagerada o tamaño colosal de sus piezas escultóricas o dibujísticas,
sino a la grandeza intrínseca de sus formas.
Reconocimientos y premios vendrían después: En el Hirshhorn
Museum de Washington, de Francisco Zúñiga,
sobresalen las esculturas en bronce “La Juchiteca
sentada” y “Mujer de Oaxaca en cuclillas”, también el relieve “El Umbral”,
así como algunas esculturas pequeñas y algunos dibujos.
Sus obras han tenido extraordinario éxito en exposiciones internacionales,
como la del Museo Middleheim de Bélgica. Su “Grupo
de pescadores frente al mar” ganó el Premio Kotaro
– Takamura, de la Tercera Bienal del Museo Hakone Open Air,
en Japón.
A finales del 2001, la escultura “Maternidad en cuclillas”, creada entre los
años 1967-1968 y fundida en bronce con colores verde y negro, con medidas 83 cm de alto, por 71 cm de ancho
y 83 cm de profundidad, se codeó con la élite artística latinoamericana, reunida en la prestigiosa
casa de subastas Sothebys, en Nueva York: Un comprador, cuya identidad no trascendió, pagó
por la escultura la suma de $ 192.750 (¢ 65 millones al tipo de cambio
actual).
A este respecto, pienso que es realmente justo que se valore, tanto estética
como económicamente, todo arte latinoamericano, para colocarlo universalmente
a la altura que le corresponda.
Quizá un prominente investigador costarricense de Francisco Zúñiga es el
intelectual, gran maestro y amigo, Luis Ferrero Acosta.
Para finalizar este artículo, quiero resaltar que don Paco, como se le
conocía de cariño, desde 1989 sufrió de una ceguera total y, a pesar de ese
impedimento, con valentía creativa siguió haciendo esculturas en barro hasta
1993.
Este ejemplar artista, considerado uno de los más grandes escultores
figurativos de Mesoamérica, falleció en Tlalpan, México, el 9 de agosto de 1998.
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