Temporada en el infierno
Guillermo Fadanelli

Conozco la obra de Enrique Oroz desde hace muchos años y estaba seguro de que tarde o temprano tendría tendría que rendir cuentas sobre la atracción e influencia que su pintura causo en mi desde un principio. Tratare de describir como es que su fuerza expresiva, por mas provocadora que sea, es también un silencio y un exilio del mundo. Y otras cosas.

En La caída en el tiempo, E.M. Cioran escribió; "Odiamos a cualquiera que espera alguna cosa de nosotros... la única concesión que podemos hacerle a esas personas es decepcionarlas". Cioran no se equivocaba: es un verdadero descanso encerrarse en uno mismo y ser olvidado por los otros, aun cuando nuestra obra continúe creciendo (el escándalo de la batalla permite, a veces, conciliar el sueño). Esta impresión de retiro me asalta cuando veo a Enrique Oroz concentrarse en su obsesiones y volcarse en la creación de una obra que lo sobrepasa y que lo domina en mas de un sentido; cuando lo veo instalarse cómodamente en un exilio inducido para comenzar una guerra capaz de poner en paz su imaginación desbocada.

En la épica de esa lucha intima, sorda y sin término que implica la expulsión de los otros y la derrota permanente ante uno mismo, se han creado en el transcurso de la historia obras que nos dan intensas señales de la naturaleza humana: es el caso de la pintura de Enrique Oroz. La debilidad que , en lo personal , experimento hacia esta clase de arte expresivo e incómodo es más un destino que un gusto: una vez que sus creaciones se han mudado a la memoria no hay manera de mantenerse aparte de su influjo: el camino de regreso no existe. La fuerza de una pintura estriba en que, por más planeada que sea, siempre resulta una suma inexacta de hechos: se comienza acampando en los polos y se termina en un trópico desconocido.

La apreciación crítica que se lleva a cabo desde la escritura no es una explicación, lo cual sería de entrada arrogante, ni siquiera una descripción acertada de las cosas, sino otra obra que camina valiéndose de sus propios medios y que busca motivos en la obra plástica para expresarse: es un relato más que hacemos para inventar que somos alguien o que comprendemos cómo funcionan las cosas, un cuento que finalmente es también una suma de resultados imprecisos.

Escribir acerca de una obra que se admira puede desembocar en la alabanza y en el destierro de la voz crítica. Trataré de no correr ese riesgo pues, además de que procuro no ofender a mis amigos con adulaciones, la pintura de Enrique Oroz actúa en buena medida contra la palabra y se concentra tanto en su propio acontecer, que las metáforas o relatos que se escriben sobre ella la mantienen en buena medida, tranquila e imperturbable . En este caso la admiración no será un obstáculo. Y una consideración más: la crítica es una aproximación a un centro ideal que no permite ser ubicado porque se halla en permanente huida: si la esencia de una obra pudiera ser descrita, entonces la esencia desaparecería y el arte se convertiría en una ciencia exacta. La sospecha de que existe una frontera o un limite en que las esencias y las palabras se tocan es suficiente para experimentar lo que el filósofo Eugenio Trías ha descrito como un vértigo o una emoción que aparece cuando lo que nos es familiar y cotidiano se enfrenta a eso que siempre nos será distante: el centro, la esencia, la cosa en si. Esta leve sensación de destierro me provocan los dos personajes de historieta popular que resaltan sobre un fondo de rocas y árboles secos en Muerte del Pato Donald a manos de Betty Boop. El color intenso que rodea la imagen de la distinguida asesina y el ordinario pato de sonrisa brillante contrasta con el paisaje lúgubre que domina la atmósfera del cuadro. Todo aquí existe para ser comprendido: el humor, los personajes célebres, el titulo, los hechos, el cielo sombrío y, sin embargo, la sorpresa y el vértigo prevalecen y mantienen la pintura en un espacio aparte, familiar pero distante, escandaloso y mudo al mismo tiempo.

El rostro de una cantante de soul llena la explanada de un óleo, un rostro maquillado de detalles extravagantes, saturado de botellas de cerveza e iluminado por una irritante aurea amarilla: canción soul con jaguar. En cuanto más me aproximo a esa pintura el paisaje cambia: son varios cuadros a la vez, pero en todos ellos se descubre una sonrisa de calma y de extrañamiento. Si, los símbolos se mueven en busca de una interpretación, pero su fuerza es inédita, el asombro que causa su aparente gratuidad se impone; y cuando creo haber comprendido la anécdota, las fronteras del cuadro se endurecen y quedo otra vez reducido al papel de un simple espectador, testigo de un drama que en lo más íntimo de sí no me corresponde.

Los puentes o vasos comunicantes que se tienen entre la obra plástica y otra hecha de palabras son a menudo casuales e inesperados: allí, donde menos se prevé, nace la relación y es hasta entonces cuando la palabra nos da impresión de ser algo más que mera retorica interesada (por supuesto que no siempre se tiene tanta suerte). Lo primero que yo haría antes de ensayar alguna clase de acercamiento a la pintura de Enrique Oroz, es trascender esa primera impresión que permanece grabada en el encuentro entre cuadros y mirada. En el caso de esta obra una atracción primitiva e intensa se abre paso en los sentidos, aun cuando ni siquiera haya uno puesto gran atención en los detalles. Así sucede en Los purasangre, el óleo que no obstante se la construcción detallada de una infamia surrealista, impone su color y su atmósfera enrarecida en la primera visión. Después, al recorrer los rincones, los símbolos y las quimeras que habitan el cuadro, se tiene la sensación de estar frente a una epopeya psicológica que no volverá a repetirse. Es hasta entonces cuando llega la narrativa, no tarde pero si después de esa prematura atracción vital e incremente, especie de azote que te despierta para mantenerte alerta: un preámbulo a la altura de lo que viene en seguida del primer encuentro.

La única forma en que me atreviera a ser mi propio guía es estando ciego. De lo contrario seria como un farsante que acomoda el mundo a su conveniencia, uno más entre tanto santo que dice conocer el camino. La ceguera provocada por un exceso de mundo de emociones visuales responde con paso firme, sin intimidarse ante ninguna lámpara moral. Algunos preferimos ser espejos en vez de lámparas, ciegos antes que iluminados. No otra cosa pensé una vez que he tenido la oportunidad de observar en perspectiva la obra de Enrique Oroz: por más que sus oleos se bosqueje un relato o una historia en apariencia comprensible, algo continua fuera de su sitio y por lo tanto en imposible obtener de esa historia una conclusión moral. Así acontece Resurrección, óleo en que un santo levita sobre una escena imposible: una carretilla que trasporta camotes, un par de espectros descarnados, una armadura y una Coca Cola que oculta parte del rostro del santo desmayado o muerto. Lo que no ésta en su sitio es justamente lo que hace de su pintura convulsión, expresión singular y arbitraria: se trata de una introspección desesperada que es al mismo tiempo afirmación, enfermedad y cura. Cuando la pasión humana rechaza toda orientación que no provenga de su propia naturaleza entonces se torna enfermedad que añade vida a la muerte: enfermedad que es salud.

No otro es el sentido del pensamiento de Arthur Schopenhauer que viene bien a propósito de la pintura de Oroz: es el arte, más que la razón crítica, lo que nos da a conocer la maldad o el abismo de donde procede todo lo que tiene vida: el artista se convierte en su propio dios sin necesidad de acudir a la orientación racional o al cuento religioso: lo que tiene que ser se manifiesta cuando unos es sensible a esa voluntad de poder que lo arrasa todo a cambio de mostrar por un momento la nada, el vacío o el horror que da sustento a un mundo habitado por seres mortales e intrascendentes. En Memorias de subsuelo, Fédor Dostoievski comienza haciendo una apología de la enfermedad en tanto confiesa que nada lo hizo tan desgraciado como las ciencia naturales. Para el escritor ruso quien estuvo varios años confinado en los campos de Siberia a causa de su crítica al zarismo, la conciencia misma es una enfermedad y nunca se conocerá profundamente el mundo si se quiere partir de un método o de una ciencia. Yo ilustraría esta afirmación con una pintura de Oroz en la que un payaso parece discernir sobre su objeta de estudio: una mujer pato de cabellera dorada que luce sonriente su cuerpo desnudo y sus dientes maltrechos: Dilucidando sobre el martirio. Habría que ser un cínico para arriesgar una interpretación de este cuadro y pese a ello quisiera imaginar que el payaso es la razón que intenta convencernos y presentarnos la única verdad que existe sobre la belleza.

Es sencillo descubrir en la palabras pasadas los rasgos de cierta moral romántica que se ha resistido a morir y a ser concentrada en un a época precisa o determinada. La oposición a los métodos y a todo arte que se considere clásico, el reconocimiento de que la razón fracasa allí donde los seres toman conciencia de su sufrimiento, la exaltación lírica o el amor por la enfermedad son los senderos habituales de esa moral que busca un conocimiento más auténtico y profundo del mundo: búsqueda que necesariamente habrá de fracasar si tomamos en cuenta que “las raíces de la vida están perdidas en las tinieblas” (Agust Schlegel). Esto es verdad en la pintura de Enrique Oroz, mas solo si nos apartamos de las corrientes históricas de la academia y tomamos eso que permanece en lo humano más allá de las épocas: el temperamento.

El humor negro es destino para ciertos temperamentos, como si una risa irónica abarcara todo el horizonte y las sombras nos brindaran protección en vez de provocarnos desazón o miedo. En la aurora de ese mismo horizonte están los dibujos que realizara Julio Ruelas para la Revista Moderna; en ellos el simbolismo, la locura insinuada y el culto demoniaco por lo femenino nos devuelven a la aventura que en el comienzo del siglo mexicano se llamó Modernismo, aunque dicho movimiento no fuera más que una secuela del antiguo y siempre renovado espíritu romántico. Si en este comenzar de siglo veintiuno la obra de Oroz asombra con su fuerza y manía al espectador es porque mantiene, vía la sana digresión, su actualidad humana.

El hombre no cambia gran cosa pese a que el mercado se esmere a convertirlo en un primate consumidor. El gorila personaje del óleo King Kong de pueblo sostiene en sus manos una rubia semidesnuda mientras a sus pies una camioneta de carga y un templo diminuto son las piezas solitarias de un paisaje iluminado por las estrellas. Como en un retablo o en un amanta divina los símbolos nos conectan con una tradición personal que acostumbra orientarse a favor de la escena críptica y el delirio.

El soporte de algunas escenas lo crea Oroz añadiendo paisajes decimonónicos o estapas religiosas, como la asunción o la resurrección cristianas. El tenebrismo de Caravaggio, las escenas sombrías de José de Rivera y los paisajes tristones de José María Velasco podrían ser en los cuadros de Enrique secreto revelado y atmósfera sombría. Su iconografía es consecuencia de una visión totalmente inédita y de una manía que hace coincidir dentaduras, anátidas, pelucas y botellas de cerveza con rostros de las mas diversas etnias, todo ello dentro de un pastiche colosal cuyo motor esencial es el desorden creador y la necesidad de hablar al mundo soterrado.

Se cometería una ingenuidad si se valorara una tendencia plástica o literaria por encima de otra. La hermenéutica, el relativismo y otras corrientes de pensamiento coinciden en poner en entredicho la objetividad de las artes y también de las ciencias. Para no caer en absolutismos o juicios sumarios creo que lo más prudente es contemplar a cada artista o creador de signos como una expresión que se ha formado en el tiempo, partiendo de su propia experiencia y apropiándose de los medios que más convienen a sus propósitos. Aún así, es posible que tras la obra de un artista no se encuentre la nada o el vacío, sino un mensaje impreciso que un o debe aprender a leer. No hay muerte de la pintura ni nada por el estilo. Ha propuesto Michel Onfray, en su tratado de ateología, que decretemos la muerte de las muertes ficticias. Cada vez que se ha declarado la muerte de un género éste renace disfrazado u oculto en otro rincón de las artes. Como si el mal en su acepción humana pudiera en verdad erradicarse o como si el cambio mismo no se hubiera transformado en un método conversador y perdurable. Que el mercado se obstine en inventar artistas o en promover nuevas voces es lo que se espera de su interesado entusiasmo, pero hay quienes pensamos que la novedad más concreta es la que proviene de la vejes misma, de eso que no se marcha y continúa alimentándose de lo que ésta vivo. Tres figuras, una fragmentada y Acercamiento nacionalista, dos de sus pinturas más antiguas, revelan esa mezcla de horror y placer que ha impuesto su huella permanente en la imaginación humana. Es un Enrique Oroz que sabe relatar el cinismo de la violencia y hace prevalecer en la atmosfera del cuadro un color que tiene peso y que el espectador ha de echarse a la espalda con tal de nos ser expulsado del campo de atracción que produce la tela. El caimán de ojos desorbitados que devora a una mujer en La gula, o el oso Charles Bukowski montado por una trigueña de nalgas hermosas y casaca sanguínea son piezas de un zoológico sin redención, colmando de vida y risa desquiciada. En la obra de Enrique Oroz veo a Goya, a Bacon, a los expresionistas alemanes, desde Otto Dix hasta Georg Basilitz, Walter Dahn e incluso Anselm Kiefer, veo Orozco y a Ruelas y descubro un humor que coloca a todos estos artistas en uno de los más accidentados senderos de la sensibilidad: uno que se mantiene en fuga permanente. Tomando el óleo Oso Bukowski como pretexto, termino estas notas citando las palabras del escritor maldito: ”En realidad siento más simpatía por el diablo que por la buena gente. Me parece más interesante estar allí abajo ardiendo entre las llamas. Ha perdido su batalla con Dios y lo han arrojado abajo. Tal vez yo consiga sacarle de allí y juntos nos adueñemos de la situación. Y cambiemos un poco las cosas”. El diablo, sobra decirlo, se ha apoderado ya de la situación y junto a él Charles Bukowski me parece más bien un santo, un asceta, unos de los amigos que aún se empeñan en hacernos compañía.