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Emilio Abugarade: Fábula y fenomenología de la forma
Por Javier Treviño Castro

 

“Este mundo es exageradamente bello”, dice Yves Michaud en su libro “El Arte en Estado Gaseoso. Ensayo Sobre el Triunfo de la Estética” (FCE, 2007). No me queda claro si el autor considera al mundo bello, per se, o si, como lo indica el subtítulo, el  mundo ha sido “exageradamente” embellecido por el arte.

En cualquier caso, ambas afirmaciones son certeras. El mundo (¿qué mundo?) es bello, aunque no sé si “exageradamente bello” y tampoco sé en qué parámetros fundamentamos esa belleza. ¿Es el arte causante de tal hermosura? De la no natural, ciertamente. Pero habría que ver si a todo el mundo parece bello un “ready-made” de Marcel Duchamp o una videoinstalación de Bill Viola...

Los artistas añaden un poco de belleza al mundo, de eso no cabe duda. Podemos discutir todo lo que queramos en torno del concepto “belleza”, pero pocos pondríamos en tela de juicio el papel que la obra de muchos artistas juega en la historia de los seres humanos. Sin embargo y por fortuna, siempre habrá un margen de disidencia, lo que abre una o muchas ventanas a la casa del mundo.

Aquí, en Coahuila, la obra del maestro Emilio Abugarade es un buen ejemplo del “añadido” estético que a su entorno aporta el artista. Y también es un excelente ejemplo de lo que la tradición significa para un pintor. Porque, como cualquiera de nosotros, Emilio Abugarade es hijo de una tradición, aunque en su caso, se trate de un hijo que aprendió a decir “no” a sus mayores y a seguir un camino “diferente”.

¿En qué consiste esta “diferencia”? Paradójicamente, en el acto de continuar esa tradición. El trabajo de un artista es representar y sus obras son inevitablemente representacionales; esas obras son objetos, pero objetos que dicen algo. Incluso los iconoclastas dadaístas estuvieron condenados a la paradoja: sus obras repudian la “fetichización” del arte y de su mercado, pero muchas de esas obras hablan y hoy son –ironía del tiempo– piezas de museo...

La exposición retrospectiva “50 Años en la Plástica”, de Emilio Abugarade, que se inauguró ayer en la noche en la galería del Instituto Coahuilense de Cultura, ofrece la posibilidad de ver no sólo los actos con que un artista desea embellecer al mundo, sino también el tránsito individual de un pintor que, en su propósito de decir, se atreve a romper algunas de las normas de la pintura que asimiló desde el principio de su carrera y que alguna vez fueron consideradas tradicionales.

Bitácora evolutiva

Que la pintura, y las artes en general, han cambiado radicalmente es verdad. También lo es que la aventura de un artista es al mismo tiempo singular y plural. Plural, porque su voz es parte de un coro multitudinario e histórico; individual, porque su aventura es singular e intransferible. La pintura de Emilio Abugarade es la bitácora de su propia evolución, su diario íntimo, uno que se expone, en el estricto sentido de la palabra, al escrutinio de nuestra mirada.

Muchos materiales y técnicas ha recorrido la curiosidad plástica de nuestro pintor: el acrílico, el pastel, el óleo, la acuarela, el papel, el lienzo. Los soportes, los pigmentos y las técnicas pueden ser diversos; el discurso, siendo único, es proteico. La selección que de su obra se presenta ahora es una muestra de la atención que el maestro ha tributado a la forma. Hábil dibujante y excepcional colorista, Emilio Abugarade ha venido tratándola desde la figuración académica hasta una suerte de surrealismo abstracto o de abstracción surrealista, si tal denominación es factible.

Bodegones, marinas, paisajes, desnudos: el ojo del artista ha registrado casi todos los “géneros” de la pintura convencional. Y sin abandonar la bidimensionalidad a la que obliga el plano –de papel o de tela–, el pintor llegó, desde hace unos años, a la encrucijada en que la forma se transforma: ¿hay que seguir retratando la realidad o se puede representar lo que virtualmente “no existe” en ella?

La misma pregunta se hicieron los impresionistas, los surrealistas o los abstraccionistas. No creo que los autores anónimos de pintura rupestre hayan tenido necesidad de formulársela. Y es inútil decir que hoy ni siquiera aparece en nuestra lista de inquisiciones. Emilio Abugarade responde a esta pregunta con una obra que sorprende por su continua capacidad de reflexión, por su ductilidad y por algo que la caracteriza desde el principio: su sobria elegancia.

Pero su reflexión no es conceptuosa: el artista piensa en función de la línea, el color, la composición. Emilio Abugarade piensa y convierte para nosotros su pensamiento en forma. Sin embargo, aquello que piensa se encuentra más allá de la forma. El arte representa, no es. La forma no es otra cosa que un recurso que nos sirve para sospechar lo que esplende más allá del velo de la mera apariencia.

“Las obras de arte no son espejos –dice E. H. Gombrich–, pero comparten con los espejos esa inaprehensible magia de transformación, tan difícil de expresar en palabras”. Así la obra de Emilio Abugarade: su transformación desobedece el camino de la tradición, pero a su manera y por otras veredas, termina por desembocar en ella. Y desde la metáfora, cada uno de sus cuadros y la suma de ellos reflejan, como un espejo, la necesidad de heterodoxia y la constante metamorfosis de que sus espectadores somos víctimas.

Esta exposición está constituida por dibujos, óleos, acuarelas y acrílicos realizados durante la segunda mitad del siglo 20 y los años que del 21 corren. Nuestro artista empezó a pintar cuando la Escuela Mexicana de Pintura aún mantenía una fuerte presencia en nuestro país, cuando se emergía de la Segunda Guerra, cuando la izquierda era recalcitrante, cuando aún vivía Stalin, cuando Elvis era el Rey, cuando la vida moderna había cobrado el sentido que ahora seguimos dándole...

Influencias y transformación

La obra del maestro Abugarade puede agruparse, esquemáticamente, en dos apartados y un tránsito: en el primero, el artista representa cierta realidad; en el segundo, estampa la “otra realidad”, la que sucede en su imaginación. El tránsito es el paso que el pintor da entre un ámbito y otro.

En el primero: bodegón, naturaleza muerta, paisaje urbano y agreste, marina, escenas de la vida cotidiana citadina y rural y, por supuesto, figura humana. Casi todo ejecutado con una pericia inusual en un artista contemporáneo y con una entrañable atención a sus modelos, sean éstos obreros (“Astillero”, acuarela, 1997), oferentes indígenas (“Muchacha con Gladiolas”, pastel, 1990), humildes vendedores (“Cargado de Guajolotes”, grafito, 1993), niños, por los que el artista siente un especial afecto (“Danzantes del Ojo de Agua”, óleo, 1975), gente del pueblo (“Embozadas”, grafito, 1990); o sean calles y arquitectura saltillenses (“Nocturno”, óleo, 1993), casas modestísimas (“Traspatio”, acuarela, 1990) o paisajes naturales (“Embarcadero de Xochimilco”, óleo, 1963).

En este largo periodo que se inicia en los años sesenta, el artista pasa del pigmento muy denso al uso más mesurado tanto del empaste como de la línea, la composición y los temas. Hay una diferencia entre su vista de San Esteban, generosamente pigmentada, y su “Ofrenda” (1977), espléndido bodegón en que el óleo es tratado con suavidad y destreza: cempaxóchitl, caña, pan de muerto, tunas, calabazas, ollas y una vela a punto de extinguirse puesta sobre un botellón: un “vanitas” en el más puro y mexicano sentido de la palabra.

En estas obras, anteriores a la metamorfosis del pintor, se adivinan el influjo de algunos artistas ignorados en su momento por la pintura mexicanista “oficial” y la luz del impresionismo, sobre todo la de Renoir. La luz y el color son los protagonistas de este periodo, incluso en los cuadros nocturnos. La trama de la luz se estampa sobre cualquier superficie, de modo que podemos ver la sombra de un follaje sobre el cuerpo de una vendedora de flores, cuyas tonalidades se reflejan también en su rostro. El impresionismo asimilado por un maestro.

Pero este sentido de la luz, del color y de la línea impone asimismo su presencia en su segundo periodo, el que he denominado arbitrariamente de “abstracción surrealista”. Los ecos del impresionismo se escuchan otra vez en este ámbito, pero transformados ya, por gracia del pintor, en voces que hablan la lengua abugarade.

A partir del 2000 la obra de Emilio Abugarade entra en un proceso de vertiginosa transformación. Abandona –o es abandonado por– la figuración tradicional y penetra en otra tradición, la de las vanguardias. Su empresa es la formulación de una suerte de fenomenología de la forma: el paisaje, la figura humana y el bodegón se subsumen en este vórtice y se convierten en asombrosos entes plásticos. Sin embargo, el tratamiento pictórico sigue siendo de una factura impecable. Un artista puede transformarse, pero jamás dejará de serlo. Arriesgándolo todo y dando la espalda a las fluctuaciones de la bolsa de valores en el mercado del arte, Emilio Abugarade evoluciona.

Una obra que representa el tránsito de un periodo a otro es “Monumento a los Pensamientos Perdidos” (óleo, 2005), donde vemos un orbe de dinteles, pedestales y columnas dóricas que literalmente estallan en fragmentos que parecen moverse en cámara lenta. ¿Figuración convencional, abstracción o surrealismo? ¿Importa cuando se trata de buena pintura?

Teleológico o escatológico en el sentido primigenio, el artista traspone el umbral o atraviesa el espejo y nos hace ver lo que él contempla: la sistemática atomización de la materia, el origen y el final, los avatares de la forma, el sentido sinsentido de lo deleznable, el tiempo sin rostro, la luminosidad de la nada, la inconsciente violencia de lo vivo, la pulverización de la ruina, la incesante reintegración de la vida, el acontecer microscópico de los átomos, la feroz contienda de los opuestos, el despeñadero de lo conocido, la desembocadura hacia otra nada, la turbulencia de la ilusión, el Sí y el No de cualquier forma de vida, la conciencia de la fugacidad irremediable, el imposible sentido de un cosmos despistado, el tiempo que transcurre hacia atrás.

Esta “abstracción surrealista” no es, por fortuna, homogénea. Del “Homenaje al Rojo Brillante” (2006) a una obra tan reciente como “Otro Tiempo, Otro Espacio” (2008) hay una distancia considerable. El primero es un cuadro donde el rojo se convierte en una lujosa y corpórea evaporación; el segundo, uno donde los fragmentos de un mundo extinto parecen imantarse y gravitar en una deriva estática. Ambos son acrílicos sobre tela, pero cuán diferentes.

“Vestigio Arqueológico y Triturada Osamenta”, remota alusión a nuestro pasado prehispánico y viaje instantáneo hacia un tiempo sin fecha, esta obra realizada por el artista a partir del 2000 parece un conjunto de fetiches oníricos, de emblemas de sustrato recóndito y de imágenes en verso libre de constructos herméticos. Así: “Fragmentaciones” (acrílico, 2008), “Pensamientos Encadenados” (acrílico, 2005) y “Recordando a los Mayas” (acrílico, 2008).

Desde la tradición académica o desde su camaleónica transformación plástica, Emilio Abugarade continúa añadiendo belleza a un mundo que se nos desmorona. Su capacidad pictórica lo llevará, con toda seguridad, a explorar otros espacios, otras quimeras. Gracias a artistas como él un teórico del arte como Yves Michaud puede afirmar que nuestro mundo es “exageradamente bello”.

Fuente: Vanguardia / México / http://www.vanguardia.com.mx/diario/noticia/sociedad/vidayarte/emilio_abugarade:_fabula_y_fenomenologia_de_la_forma/250075
Domingo, 02 de noviembre de 2008