Mirna de Ciglia y su secreto vestido interminable

 

Historia e Imágenes: Diana Martín

 

 

I

 

 

 

Soy como una reina en medio de su corte

Las agujas son mi cetro,

Esta mata morada sobre mi cabeza una corona,

Sí, me tiño el pelo...

¿ Porque no hacerlo ?

Si en este barrio de teñidoras de telas ostento el más alto de los rangos

Y  ni el más difícil de obtener de los matices me es desconocido.

 

Tengo mas años que tú en este lugar

La sala de tintes es mi hogar,

Este barrio mi pequeño reino.

Los vapores inmensos que brotan de las tinajas  mi aliento,

El tinte rojo mi sangre,

El azul mis noches serenas

 El amarillo mis corajes.

Haz tú la mezcla.

 

Todo esto a la cara no podría decírtelo nunca,

Es imposible que sepas lo que pienso

Soy ardientemente introvertida

Mirna de Ciglia,

 muda, pero nunca en silencio.

 

 

 

 

 

 

 

II

 

El barrio de las teñidoras de telas, ubicado en la punta sur del Lado Equivocado de la Ciudad, es un lugar misterioso, con sus grafittis escritos a punta de brocha y escaleras de mano que no llevan a ningún lado apoyadas sobre las irregulares paredes de los edificios. Aquí consiguió Saskia Lumosi su rúbeo vestido, hasta este lugar vino la cantante de vodevil Lavinia Borromeo por su perturbador traje rosa.

El lugar se encuentra envuelto siempre en una neblina tibia que no lo abandona nunca, y los vestidos, las telas que cuelgan de los alféizares de sus ventanas son espectros que bailan una danza loca, interminable, como la que danzó aquella de las zapatillas rojas.

La que perdió los pies bajo el hacha del leñador.

 

Mirna de Ciglia no perdió el habla de manera cruenta, nació silente, recibiendo como bautizo accidentales chorros de las tres tinturas primordiales.

Sin emitir sonido alguno se deslizó fuera de su madre en medio de la sala de tintes, y tras ser buscada por unos angustiosos instantes  su madre la encontró al lado de la tina número siete, con sus ojos de un verde palidísimo y lechoso apenas destacando en el diminuto rostro salpicado de colores:  azul, rojo y amarillo. Éstos se mezclaron al resbalar por sus mejillas, cuello, torso y brazos, formando perfectamente a su paso los verdes, naranjas y morados para finalmente llegar a los marrones y terrosos al alcanzar los minúsculos pies esmirriados.

Las demás teñidoras, emitiendo un único jadeo reverente formaron un círculo alrededor de la criatura y su madre.

Nadie preguntó su sexo.

Entre las teñidoras sólo nacían niñas.

 

Este hecho cambió el rumbo de la vida de Mirna de Ciglia para siempre, las operarias del poco color existente en el Lado Equivocado de la Ciudad celebraron consejo y decidieron que la niña nacida hacía escasas horas sería algún día cabeza de su comunidad.

Tomaban como señal de que para ello estaba predestinada el singular nacimiento por no mencionar la manera impoluta en que los colores se habían fusionado sobre su piel.

Para ellas, eran pruebas irrefutables.

 

 

 

 

III

 

Ciglia, palabra de la jerga de las teñidoras, quería decir “ discurso ” o          “ arenga ”.

Y en verdad, Mirna era capaz de darse a entender con suma claridad a pesar del mutismo que las demás teñidoras esperaban que rompiera en cualquier momento. Mas los años se derramaron inclementes sobre el viejo caserón envuelto en volutas de vapor y cruzado de pintas del barrio de los tintes y las costuras sin que Mirna barbotara sonido alguno, hasta que llegó el día en el que ya nadie esperó oír una palabra salir de sus labios.

 

Mirna no solo veía los colores, podía sentirlos, todos y cada uno, cada matiz era una palabra diferente, podía distinguir los colores al tacto; olfateando alguna tinaja hirviente daba órdenes de que tintura faltaba y en que cantidades para obtener el matiz solicitado o deseado.

 

Escribía tremendos discursos sobre la tela virgen, comprensibles sólo para ella. Cuando entraba a la sala de tintes con el porte de una reina y sus dos agujas larguísimas en una mano y el carrete de hilo en la otra, todas sabían que emergería con algo que las dejaría boquiabiertas.

Se quedaban observando como su vestido multicolor se perdía entre los vapores antes de que la puerta se cerrara. Era un ritual al que ya estaban acostumbradas.

Se preguntaban cuando elegiría una asistente.

Pero Mirna siempre creaba en soledad.

 

Y el plan que pronto se le metería en la cabeza realizar también lo ejecutaría como un solo.

 

 

 

 

 

 

 

IV

 

El Güicho solía ser un anciano jocoso, medio pervertido y calvo a la manera franciscana.

Le encantaba el barrio de las teñidoras de telas, aunque sus vapores lo medio asfixiaran de vez en vez. A su juicio, las mujeres que ahí trabajaban todas eran de buen ver, y cuando su mente trataba de emitir un juicio respecto a cuál  era la mas “ buena ” lo asaltaban espantosos dolores de cabeza, por lo que un día decidió dejar el asunto por la paz.

Su trabajo lo llevaba por esos rumbos con mucha frecuencia, pues

además de ser el proveedor de telas, el Güicho vendía nieves: de limón, de tuna, de guayaba, de papaya y de guanábana. 

Una de las mujeres, la que menos le agradaba a Güicho, era totalmente adicta a la nieve de mamey, esta mujer tenía cabello corto, pecho plano, y unos ojos verdes que podrían ser extraordinariamente hermosos sin las ojeras de trasgo que los orlaban como si la piel bajo ellos estuviera tiznada de una ceniza que duraría hasta el fin de los tiempos.

Pero lo que mas inquietaba a Güicho era la actitud de esta mujer, esos ojos lo taladraban sin misericordia, y sus cejas elevadas en arco le dejaban ver que sus pensamientos insalubres no eran secreto alguno para ella.

Mirna compró su ración diaria de nieve de mamey. Después, con gestos grandilocuentes de sus dos agujas cortando el vapor formando complejas hélices, y sus dedos infinitamente largos se doblándose ante ella, Mirna conversó con El Güicho un momento mas.

 

Güicho se retiró tras recibir el mas grande pedido de loneta de su vida, era una demencial cantidad de metros, prometió entregarlo en una semana.

 

Mirna oyó los pies de sus compañeras acercándose antes incluso de que a su sonido huyera el ratón de la alacena.

Mirna levantó sus afiladísimas agujas en dirección a sus compañeras, eran como sus hermanas, pero ni loca les convidaría de su nieve.

 

Una maravillosa idea la había asaltado la tarde anterior mientras observaba las caprichosas volutas del vapor de agua enroscándose en torno a ella, chocar contra el techo cruzado de vigas espiraladas y perder su forma para volver a descender. Entonces entró por las ventanas acristaladas un rayo de luz cobriza y la mente de Mirna de Ciglia quedó en silencio un instante;  listones de colores,  incorpóreos como lo era ahora su madre danzaban ante sus ojos, alargó una mano, sus dedos de uñas pintadas de magenta atravesaron el prodigio sin perturbarlo, giró la cabeza, el fantasma en forma de luz rota fluctuaba en toda la sala, reflejándose en sus ojos, grabándosele en el alma y hablándole de algo que no podía recordar.

 

 

 

 

V

 

“ ¡ Mirna ! ¡ Mirna Macaria ! ” – gritó una de sus compañeras arrancando brutalmente a Mirna de su vívido recuerdo.

Entonces sucedió algo que nunca había sido visto en los siglos que llevaba la comunidad, la mano de Mirna fue una mancha borrosa entre ella y su compañera, la aguja subió y bajó vertiginosamente.

Mirna le había cerrado los ojos y la boca a puntadas a su compañera.

La joven se tocó con dedos temblorosos las certeras puntadas, las lágrimas le ardían en los ojos herméticamente cerrados.

Las demás la miraron horrorizadas, una de ellas, la mas vieja, sabía que jamás debía hablársele en ese tono a la Señora y se lo susurró al oído a la muchacha llorosa repentinamente ciega y muda.

 

Mirna se comió toda su nieve, cuando terminó descubrió que estaba sola.

 

Y en uno de los sótanos, rodeada de rollos de seda, raso, loneta, manta, popelina, yute y todas las telas imaginables, la insolente de los ojos cosidos se daba cuenta de que Mirna no había picado profundo ni rematado la costura, los hilos salieron de un tirón.

Sin una gota de sangre.

 

 

 

VI

 

El plan debía permanecer secreto, al menos hasta que lo terminara.

Sentada frente a una mesa toda descuadrada y chueca ( Eran teñidoras y costureras, no carpinteras por Dios ) Mirna anotó valiéndose de su grandiosa pluma los pasos a seguir con su precisión aristotélica y caligrafía churrigueresca. No habría necesidad de trazar patrones, todos estaban contenidos en su mente. Miró nerviosa la ventana, por la posición del sol mortecino que iluminaba El lado Equivocado de la Ciudad, supo que la hora de empezar había llegado, y fiel a sus neurosis enrolló las instrucciones dejando antes el tiempo exacto para que se secara la tinta.

 

Con el paso de los días, el vestido multicolor de Mirna, símbolo de su rango entre su hermandad, comenzó a alargarse lentamente, tanto que a veces Mirna trastabillaba a su paso por las salas de tintes, subiendo o bajando las escaleras cargando tela virgen o cuando supervisaba el trabajo en la sala de tintes o en la de costura.

Las demás se daban perfecta cuenta de todo esto, Mirna estaba añadiendo más retazos pintados perfectamente a su vestimenta,  pero recordaban demasiado bien el incidente con Nyx, la mocosa que había vivido por un momento la mudez y la ceguera, y nadie se atrevía a susurrar un porqué.

 

Hacía muchísimo tiempo, tanto que ya solo poquísimos podrían recordarlo en las palabras susurradas durante los mas susceptibles de sus años de labios de parientes cuyos rostros eran pergaminos marchitos y estriados, en el mismísimo origen de El Lado Equivocado de la Ciudad, cuando el sol no era una luz apagada color de alambre y brillaba en toda su esplendorosa y cegadora intensidad, y las lluvias no caían a diario y el paraguas no era accesorio de vida o muerte, en la época del último día sin lluvia, todavía se veían los últimos arcoiris combarse sobre el ondulante perfil de la ciudad.

Entonces se formó la primera comunidad de teñidoras de telas, tomaron como símbolo el arcoiris para la lideresa de la hermandad, y pequeños fragmentos de tela con los siete colores del firmamento para adornar las vestimentas de las demás.

Con la llegada de las eternas nubes oscuras, el paso implacable de los siglos, los años encapotados y los millardos de litros de agua fría caída sobre los adoquines, los colores en el vestido de la líder de las teñidoras fue cambiando, y ya no sólo eran siete colores, sino probablemente tres veces siete el número de diferentes pigmentos en los listones de su vestido, como si mientras el mundo se decoloraba y deslavaba su vestido tuviera que manifestar las posibilidades que un día habían existido.

 

 

 

VII

 

El Güicho se presentó el día prometido con la tela.

Nyx abrió la puerta principal, el viejo rijoso no podía empujar como Dios manda los grandes rollos de tela pues un ojo le bailaba y otro le zapateaba con la presencia de la teñidora.

Una llamarada de color a su lado izquierdo le hizo volver a la realidad.

Nyx se retiró al mínimo gesto de las agujas de Mirna, dejándolos solos a ella y al perplejo Güicho en el hangar de telas.

El vestido de Mirna formaba ya un considerable estanque multicolor alrededor de ella, era como si la mujer emergiera de un océano de todos las tinturas jamás mezcladas, con las agujas de plata bruñida y la mata de pelo magenta sobre la cabeza ligeramente ladeada parecía una imagen vestal, de esas que su chozno le contaba se veneraban en los antiguos templos que se erguían en la época del último día sin lluvia.

El plan debía permanecer secreto.

Si algún defecto tenía el Güicho, era el de no poder contener su lengua y su curiosidad.

-“ Señora Mirna...¿ Qué esta haciendo ? ”- a Güicho lo asaltó un irracional miedo reverente, su intuición le decía que no debía pronunciar las palabras que siguieron, pero no lo pudo evitar y eso selló su suerte – “ ¿ Para que necesita tantísima tela, si se puede saber ? ”.

Los ojos verdes de Mirna se entrecerraron aún mas y ahí, sobre el piso salpicado de tinturas que generaciones de teñidoras habían derramado, selló los ojos y la boca del anciano a puntadas.

Pero esta vez si las remató.

 

El Güicho salió a trompicones del milenario edificio, por un momento había creído ver borrosamente algo incalculablemente olvidado, tenía la palabra, pero no la podía pronunciar.

 

 

 

VIII

 

Cayó la noche.

Cuando Mirna se aseguró de que sus hermanas de oficio dormían, arrastró los cientos de metros de tela virgen hasta la sala de tintes; para cuando terminó unas horas después, sus brazos ardían terriblemente y le pesaban como si fueran dos palos de plomo.

Ocurrió al lado de la tinaja número siete, el lugar había sido encontrada tras su nacimiento, donde procedió a teñir todo aquel lienzo siguiendo el patrón que había visto aquella tarde de la luz cobriza, no pudo copiarlo exactamente, incluso la mente de ella no pudo trasladar con exactitud lo que en su espíritu era tan obvio y lógico al material, pero se aproximó bastante. 

Nunca fué conciente de que estaba reproduciendo el mismo patrón de su vestido, un símbolo olvidado tal vez para siempre.

Nadie habría podido hacerlo mas que ella.

 

Mirna batió, vertió, agitó, calculó, mezcló y fusionó los colores esa noche de tal forma que los colores se dibujaron sobre el género en infinitos listones, por un lado de la tina metía la tela sin teñir y por otro lado la extraía húmeda y brillante ya estampada por ambos lados.

Cuando el entintado estuvo terminado, los escasos cabellos de Mirna eran un trío de espaguetis morados de tan mojados, su rostro estaba tan brillante y empapado de transpiración y agua que sus compañeras no la habrían reconocido.

Y todavía le faltaba la última transfiguración: anexar los cientos de metros tinturados a su ya de por si extenso vestido.

Tomó sus dos agujas de plata y el hilo más diáfano que encontró para la última etapa, por la ventana asomaba una esplendorosa luna llena que Mirna no podía darse el lujo de contemplar. 

En todos sus siglos, no había ocurrido acto parecido dentro de los muros de la sala de tintes, nadie había usado jamás las simples tinturas, las nobles tinajas y el modesto hilo para urdir un sortilegio semejante.

 

 

IX

 

El plan estaba consumado.

Ahora sí podía alzar la cabeza y mirar la luna llena, la brisa nocturna secó su pelo y cara y era una sensación tan deliciosa, que Mirna no pudo evitar sonreír.

Se encontraba sentada en la azotea del edificio de las teñidoras, había subido ahí con una escalera de mano y el viento había sido los brazos de los que carecía para subir su inmenso vestido listado.

Ante ella se extendía todo el Lado Equivocado de la Ciudad, las casas, las altas construcciones, las torres y los puentes, los balcones y los multifamiliares, todo cubierto por su aparentemente interminable traje multicolor, era como un mar en calma, de olas orladas de rojos, morados, verdes, lavandas...bajaban los hálitos de aire y levantaban un poco el magnífico discurso de Mirna, haciendo que el brillante amarillo hiciera las veces de espuma.

 

Nyx y las demás teñidoras habían despertado por el murmullo general que se levantaba como un zumbido por toda la ciudad, buscaron en vano a Mirna, llamándola por todo el edificio.

Salieron a la calle en tropel, emitiendo un único jadeo reverente al levantar los ojos al cielo y comprender.

Mirna saboreó su momento un instante más, luego extrajo de un bolsillo en su camisa sus tijeras, afiladas incluso más que sus agujas. Era hora de bajar, cortó sin cuidado el vestido hasta la altura normal, se irguió sobre la ciudad y luego bajó por las escaleras de mano.

 

Dejaría el vestido arriba, ¿ Hasta cuando ? Hasta que cayera hecho jirones, y cada persona pudiera llevarse un trozo de él.

 

Mirna de Ciglia estaba en silencio.

 

Los viejos entre los mas viejos, casi ciegos y desdentados, murmuraban en sus lechos:

-“ Regenbogen, regenbogen ”- murmuraban con los ojos fijos en las ventanas

-¿ Que dice el tatarabuelo ?- preguntaban los niños.

-“ No lo sabemos ”- respondían los padres, tan perplejos como sus hijos.

 

El Güicho hubiera podido decirles, era la antigua palabra para arcoiris.