Mathias Goeritz: las tímidas revoluciones"
Por: Olivier
Debroise
Con el paso del tiempo, quizás, la obra de Mathias Goeritz, revelará
sus sentidos ocultos, la dimensión mítica que el artista intentó imponer a la
creación artística, y sólo se puede comprender en tanto que recuperación de una
noción clásica del arte, revitalizada por las vanguardias.
Mathias Goeritz poseía, en efecto, una
mística del arte o, mejor dicho, de la producción artística, que lo distingue
de muchos de sus contemporáneos, aunque lo sitúa también, en el conjunto de los
artistas del medio siglo XX, de los grandes creadores de un arte abstracto que
buscaron -sin lograrlo completamente- desprender la práctica artística de las
contingencias cotidianas, de las bajezas del mundo real. Más cerca en ello de
los integrantes de la Bauhaus, que alcanzó a conocer en Alemania, que de los norteamericanos
que siguieron su ejemplo, Mathias Goeritz consideraba a la creación artística,
como filosofía, como ética, como poesía. Formidable reacción con las premisas
de la generación de artistas inmediatamente anterior, interesados en inscribir
su obra en el mundo real, en la descripción de realidades sociales.
Un elemento, sin embargo, distingue a
Mathias Goeritz de los artistas de su generación, de los abstractos
expresionistas y geométricos como Barnett Newman y Frank Stella,
particularmente: formado en una época de graves tensiones, en una Europa en
pleno desmembramiento, Goeritz fue a engrosar, desde muy temprano, las hordas
de refugiados que deambulaban de un país a otro, de un continente a otros, en
los albores de la segunda Guerra Mundial y todavía después, cuando el mapa
europeo fue rediseñado, y nunca pudo, nunca quiso, olvidarse de esta enseñanza.
Aun cuando su obra participa, en muchos aspectos, del optimismo redentor de la
posguerra, conserva una dosis de escepticismo que delata su origen. De esta
noción de crisis, y de sus orígenes germánicos, Mathias Goeritz conservará
siempre una idea de control, que le impedirá lanzar cubetas de pintura al
suelo, o embarrar desordenadamente sus telas con cualquier material encontrado.
Conservará también una conciencia social, o quizás valga decir, una generosidad
social, que lo impulsó a enfrentarse directamente a los artistas de un
"nuevo realismo", destructor y nihilista a la manera de Dadá, en un
acto de reivindicación del arte como rito de transformación, vía de acceso a
una realidad superior. L’art prière contre l’art merde, el manifiesto de
1960 contra las piezas mecánicas autodestruibles de Jean Tinguely, presentaba
su programa desde el título.
Mathias Goeritz se había trasladado al
continente americano con su bagaje de europeo desencantado y hastiado, y él
también sintió que esta tierra nueva, esta tierra "prometida" lo iba
a redimir. Nadie nunca, cabe mencionarlo, en el México del nacionalismo
cultural, interpeló a Goeritz por su calidad de extranjero; a diferencia de
otros (Pablo O’Higgins, etc.) nunca reclamó para sí una mexicanidad. Siguió
siendo alemán, sujeto de una nación partida en dos. La importancia de su obra,
y su influencia latente, de cualquier modo, lo eleva por encima de esta contingencia.
¿Qué impacto pudo tener el grito
adolescente "¡Estoy harto!" en un medio cultural como el de México,
paralizado por su deseo/pánico de confrontarse con los grandes del viejo mundo?
Mathias Goeritz quiso actuar como si nada hubiera pasado, y tuvo que aprender,
por lo tanto, a mantenerse en un equilibrio inestable. Muchas de sus
propuestas, al fin y al cabo, dan cuenta de ello.
Para Mathias Goeritz, la creación fue
una operación sensual, en extremo compleja, que apuntaba al despertar de todos
los sentidos. En un manifiesto de 1953, recuperó para sus propios fines la
palabra "emocional", aplicándola particularmente a la arquitectura.
La pintura, la aplicación de color sobre un soporte plano, resultaba
insuficiente. La escultura, en su modalidad tradicional, quizás más seductora
-sobre todo después de Brancusi, de Noguchi-, no le satisfacía tampoco -era,
tal vez, un medio demasiado predeterminado, aún más reglamentado que la
pintura. Mathias Goeritz fue excelente en la arquitectura, que presuponía la
integración de todas estas técnicas, significaba modelar el espacio,
transformarlo, volverlo transitable, habitable. Llenarlo de emociones.
Su intento pareció desmedido: Goeritz,
de hecho, iniciaba una revolución -pocos, quizás, lo entendieron en su momento.
El impulso era, antes que nada, poético. ¿Qué significa esto? Una búsqueda de
sublimación, tal vez, el intento de configurar una nueva, inédita, modalidad
artística, otra función del artista, considerándolo (considerándose) como un
ser pleno de generosidad y de bondad sobrehumana, en comunicación directa con
las materias, angelical, tal vez. La idea de un artista para la era atómica que
compone (en el sentido musical y matemático de la palabra) con los nuevos
elementos puestos a su disposición por la ciencia (esto, por supuesto, antes de
los malos, asquerosos, usos del átomo). Muchos lo intentaron (Paul Klee, el
primero) y la gran mayoría fallaron (el que más, Rufino Tamayo, en las últimas
décadas): no se juega impunemente con las fuerzas cósmicas, con las revoluciones.
Mathias Goeritz nunca intentó retar el
mundo, ni moldearlo: su timidez lo salvó. Describió las revoluciones atómicas
con el mismo terror del hombre primitivo, del hombre en los albores de la
inteligencia, que descubría atónito que el sol daba vueltas en el firmamento y
aparecía milagrosamente en el otro extremo, que las estrellas no conservaban el
mismo lugar por las noches y la tierra, a veces, se conmovía. Pero Goeritz
sabía, por ser un hombre del siglo XX, que la materia es blanda, que el sol
seca la tierra, el fuego hierve el agua, y el hombre con su inteligencia, su
lento aprendizaje, su memoria, puede transformarlo todo.
Experiencia sublime, que Goeritz abordó
siempre con modestia: intentó realizar sus propias modificaciones, sus propias revoluciones,
tímidas, moleculares, inmediatas e intrascendentales.
El casi inmediato abandono de la pintura
por la pintura, la reutilización de objetos y materias, se instaura entonces
como reconocimiento de los límites, y el consecuente grito de emociones al
descubrir que estos límites pueden ser, molecularmente, rebasados. Ahí, en este
corto espacio entre lo posible y lo imposible, reside la poesía, nace la
emoción.
No obstante la participación de otros
creadores, Chucho Reyes y Luis Barragán, la concepción misma de las Torres de
Satélite (1957-1958) revela claramente esta constante tímida de la obra de
Mathias Goeritz. Instaló las Torres en la cima de una colina, al otro lado de
un amplio valle; en un escenario, por decirlo de alguna manera, "a la
italiana," y mediante un artificio óptico que se deriva de los tratados de
perspectiva clásicos del siglo XV, de Alberti y de Brunellescchi, logró una
reducción de escala, una negación de la monumentalidad. No obstante su
necesaria altura, con su agudo perfil y el escorzo apenas sugerido, las Torres,
sencillo, nítido rasguño de color, se inscriben casi naturalmente en el paisaje
-aún ahora, que ha sido invadido por edificios, anuncios luminosos, postes de
luz, de teléfono y pasos peatonales a desnivel. En su concepción, las Torres se
oponen en la insistente verticalidad de las obras de Barnett Newman, por
ejemplo.
Aún más evidente de la intensa -aunque
siempre discreta- mística poética de Mathias Goeritz, y quizás su obra cumbre,
el Espacio Escultórico en los pedregales de lava de la Ciudad Universitaria:
más que un intento por controlar a la naturaleza, encerrando el caos pedregoso
con una barda, el círculo de monolitos abiertos hacia el cielo invitan a la
reflexión o, mejor dicho, a la meditación. [1] Ahí
también, el paisaje conserva sus derechos, y las construcciones apenas afloran.
Esta es, quizás, una de las pocas sino la única obra escultórica del siglo XX que
cumple, verdaderamente, su cometido, como lo comprueban, cada día los
adolescentes y no tan jóvenes, que se acuestan sobre los monolitos, juegan a
las escondidas, se toman de la mano, observan al cielo. Meditan. Nunca antes,
el concepto de Goeritz de una "arquitectura emocional", tuvo tanta
resonancia. Con unos sencillos bloques de concreto, Mathias Goeritz instaló la
poesía en medio del pedregal.
Con Luis Barragán y Chucho Reyes, sus
compañeros desde los primeros días del exilio en Guadalajara, Goeritz había
descubierto la intensidad del sentimiento religioso en su país adoptivo. La
recuperación de la antigua técnica del estofado, con aplicaciones de hoja de
oro, en una serie de obras de finales de los años cincuenta, complementaba las
propuestas arquitectónicas de Barragán, inspiradas en las formas masivas y una
supuesta austeridad de los monasterios novohispanos del siglo XVI. Ahí también,
Goeritz intentaba reunir en la superficie de las obras, las intenciones de la
vanguardia (el cuadrado de Kasimir Malevich) y las emociones de tipo
mágico-religiosas, su mística del arte. La serie de clouages,
inmediatamente posterior, con su aspecto agresivo y su referencia clara a la
simbología cristiana, conforma, quizás, la propuesta más intensamente
emocional, y a la vez paradójica, de Goeritz.
Provocadores, aunque desprovistos del
sentido del humor de otros ensamblajes de objetos encontrados, y al borde de
los que, años después sería llamado arte minimalista, los clouages desordenados o perfectamente organizados sobre una trama geométrica, interpelan
doblemente al espectador. Incluyen, y eso es tal vez lo más importante, un
elemento extraplástico, que proviene directamente de los proyectos
arquitectónicos: una valoración de la luz como elemento compositivo. La textura
de los clouages, en efecto, se modifica constantemente en función de la
iluminación, de las sombras proyectadas de los clavos, que configuran el ritmo
particular de cada pieza. Apelan a los sentimientos místicos (crucifixiones sin
objeto), y a la vez preparan el terreno de la geometría abstracta, la modalidad
a través de la cual se insertará la vanguardia en México, con las búsquedas un
poco más tardías de Vicente Rojo, Kasuya Sakai, Manuel Felguérez y Sebastián. A
su manera, son maquetas, espacios arquitéctonicos y escultóricos en reducción,
que permiten analizar las formas y sus metamorfosis.
[1] . El
Espacio escultórico se presenta como una obra colectiva, aunque el concepto de la
pieza sea de Mathias Goeritz. En ello también, se descubre su modestia.
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