Decide entre el manicomio y el pincel
Por Gustavo
Aréchiga
Mural
Guadalajara,
México (25 enero 2004).- Como en el último cuadro que Van Gogh pintó antes de pegarse
un tiro en el pecho, en aquel verano de 1890, la obra de Carlos Larracilla
también está habitada por el rondar de pájaros negros.
Existe una sutil correspondencia: en la esquina superior del "Retrato de
Dasha Blancarte", un óleo sombrío de Larracilla, donde el único matiz
iluminado es el rostro de esa mujer misteriosa que voltea hacia algún lado, por
supuesto infinito, se observa un pequeño trozo de Vincent, una porción de
"Cuervos Sobre el Trigal", que el holandés terminó días antes de su
suicidio.
Además del ejemplo estético que es Van Gogh para Larracilla, una suerte de
maestro (muerto) que enseña al aprendiz (vivo), los vínculos van más allá de
los pinceles. Acaso la similitud se instala en la mente.
"Había la opción de estar en un manicomio o de ser pintor. Estuve
encerrado un año en mi casa, en mi cuarto. Tuve una crisis depresiva severa.
Ese fue el rompimiento con todo el mundo. Fue como un pequeño colapso que
destruye, que borra todo. En aquella época hubo una pérdida de la esperanza y una
forma de reclamo. En ese periodo comencé a hacer esos dibujos y ahí nació el
pintor. No podía hablar con palabras, sino con imágenes", recuerda.
Sus primeros trabajos, a partir de los 16 años, muestran miembros amputados y
heridos: un mundo visual paralelo a la realidad interna que cercaba a
Larracilla.
"Cuando expuse aquellos trabajos la gente me preguntaba que por qué
mutilados, desgarrados. Es que era la voz de alguien que estaba herido y
obviamente mis dibujos iban a estar mutilados, con heridas, cicatrices,
cocidas. Si no hubiera habido lápiz y papel, entonces sería un piromaniaco o un
delincuente, un drogadicto. O un muerto".
Y eso de muerto, esa palabra pesada, puntiaguda, la dice sin el menor sesgo de
temor. Quizá con la misma connotación que Van Gogh en su carta 506, escrita a
su hermano Théo:
"Los Pintores, por tomarlos solos, muertos y enterrados, hablan a la
siguiente generación o a varias generaciones más a través de su trabajo. ¿Eso
es todo?, o ¿hay algo más por venir?. Quizá la muerte no es el asunto más grave
en la vida de un pintor".
Al otro lado del espejo
La pintura es otro camino para evolucionar, tras el lastre de episodios que lo
acercaron al territorio de la "locura", como él llama al año de
exclusión, lapso en el que la depresión profunda le hacía pintar en blanco y
negro. El color significaba salir de la cueva, espantar las sombras en el mundo
de las ideas y asumir, como la "normalidad" lo dicta, a la sociedad.
Este sería el parteaguas definitivo.
"Cuando hubo el enfrentamiento con el mundo tuve la necesidad del color,
que era más agónico que disfrutable. Ese enfrentamiento con el color lo hice
sufriendo, cosa que ahora no sucede. Era el síndrome de una persona que no
estaba tranquila, que pintaba en la noche, que no dormía durante 24 horas sino
hasta que terminaba el cuadro de forma ansiosa".
Velas rojas, un sillón viejo, algunos cuadros sobre caballetes y, ante todo,
calma. Sonidos esporádicos que vienen de la calle Mezquitán, en donde vive,
rodean un estudio típico de pintor. Nada más alejado de los mitos que existen
dentro algunos círculos culturales en Guadalajara y en espectadores de su obra,
que etiquetan a Larracilla como un anciano encerrado en compañía sempiterna de
sus gatos.
"Cuando me ven no me imaginan así, porque tuvieron alguna vez la idea
preconcebida que era una viejito satánico o malévolo, un pervertido sexual o
algo así. Claro que eso no es cierto, aunque tiene relación con el análisis
psiquiátrico y la crítica estética que se hace de mis cuadros, porque yo creo
que en realidad esa crítica es una autobiografía de la persona que la hace.
Esto lo dijo Oscar Wilde y creo que es verdadero", asegura.
Creador que recobra el más allá del mundo barroco y gótico, en el más acá del
arte contemporáneo; que se queda mudo cuando le preguntan sobre la relación
entre el arte y su vida, Larracilla pierde la fe en la ciencia médica y se
abandona en la medicina de sus cuadros, donde sólo ve lejana la depresión.
"Ahora me siento más cercano a un templo budista que a un manicomio",
asume, "y no soy un ángel, porque sigo siendo un hombre que además pinta.
Por eso la psiquiatría debe saber que hay una cosa que no se puede modificar;
porque no se puede limpiar el cauce de un río con una pastilla".
A detalle
Carlos Larracilla (1976), realizó estudios en la Escuela de Artes Plásticas de
la UdeG pero él se considera autodidacta. Ha sido premiado con tres Menciones
Honoríficas en Arte Joven Estatal, de la Secretaria de Cultura en Jalisco.
Obtuvo el primer lugar en el Premio de Pintura José Atanasio Monroy y el primer
lugar en el Premio Nacional de Pintura Janssen, en la Ciudad de México.
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